Escribió don Ramón María del Valle-Inclán, tal vez en un acceso de misoginia, que la bondad de la mujer es casi tan efímera como su hermosura. Hoy, probablemente, le habrían lapidado por eso, sin tomar en consideración, en su defensa, que don Ramón era un genio, que por ello podía decir y escribir lo que le diera la gana, y, lo que es más importante en relación a esa escaramuza verbal en la guerra de sexos, que creó tipos literarios de mujer soberbios, seguramente extraídos, como casi todo lo que emplean para su inspiración los escritores, de la realidad. Es más; si no trajera a colación la penetrante «boutade» del segundo divino manco, uno no sabría bien cómo arrancar sus consideraciones sobre lo que le está pasando a la periodista deportiva Sara Carbonero, dueña, bien que sin mérito alguno por su parte, de una belleza física abrumadora y radical. Gracias a Valle, sin embargo, uno puede preguntarse si la fama de ciertas mujeres sobrevive o no a su hermosura.

A Sara Carbonero se le tiene fila porque es rematadamente bella y porque tiene un novio campeón del mundo en su rama. Tan cierto es que resulta escandaloso y hasta anticonstitucional que en televisión no se contrate a locutoras de físico normal, como que tampoco por ser guapa tengan que preterirla a una si una no, claro, demuestra competencia. Pero a Sara, no se sabe por qué, eso no se le perdona, y no hay ocasión, incluso de carácter profesional, en que no se le recuerde, como recriminándoselo, que si está en la tele y si tiene ese pedazo de novio es porque quita el hipo la mujer. Hace unos meses fue De la Morena en el curso de una gala de entrega de premios periodísticos, y el otro día Matías Prats en el curso de otra, pero es muy probable que el machismo más rancio, así el de ellos como el de ellas, le tienda en el futuro otras emboscadas. Le cabe a Sara el consuelo, no obstante, de que la fama, particularmente la que tiene que bregar en los predios de la envidia, lo mismo se apaga antes que la hermosura.