­­­Los profesores de Andalucía están preparados. Únicamente, a veces, les fallan los reflejos, pues lo mismo el castañazo de un alumno asalvajado o de su rupestre padre –o madre– les sorprende mirando para otro lado, ese aciago día en que han dejado el casco y la armadura en casa. Cuando no, la golpiza de la propia administración, especialista en idear proyectos educativos, con la marca del fracaso de antemano, de cuyo previsible fiasco hacerles, a la postre, responsables.

Esto es; los sistemas educativos nunca fallan, sino los profesores que no saben aplicarlos, dada su falta de formación. Fallan los profesores y falla la puñetera realidad que no se ajusta a esas estrategias pedagógicas, perfectas en teoría, precisamente por ser pura teoría; por haberse ideado en despachos, desde criterios puramente políticos, a años luz de la materialidad de esas aulas que nunca pisan sus inspirados creadores.

Bajo estas frágiles premisas, surgió el Programa de Calidad y Mejora, con el objetivo explícito de mejorar los resultados académicos en los centros de enseñanza e implícito de maquillar el feo efecto que causaba el masivo fracaso educativo de los alumnos españoles en el ránking europeo. Los suspensos cantaban demasiado y había que reducirlos por no dar mala nota de puertas afuera. De este modo, se propuso a los centros de enseñanza dicho programa, que instaba a los profesores a mejorar los resultados con la motivación de un incentivo económico y que, popularmente, se ha entendido como «sobornar a los docentes para que aprobasen a mansalva».

Cierto es que la adscripción a esta propuesta educativa comprometía al profesor incentivado a aprobar en un porcentaje mayor, aunque conllevaba a su vez la aplicación de otras medidas, en esencia, burocráticas, que consistían, en resumen, en consignar al papel todas esas tareas que el docente antes solía llevar en la cabeza. En principio, este programa era votado en los claustros de profesores de cada centro educativo, donde fue, en muchos casos, rechazado, ya que, si bien no quedaba muy clara su utilidad, condicionaba al que lo suscribía a falsear unos objetivos, difícilmente alcanzables, dada la realidad circundante. De otra parte, en aquellos centros en que quedó aprobado, el profesor siempre era libre de firmarlo o no, aunque eso no lo eximía de realizar la misma tarea burocrática ni asistir a las consiguientes reuniones que sus demás compañeros incentivados. Es decir, hacía el mismo trabajo que los demás, adscritos al programa, pero sin cobrar por él, con la sola ventaja de poder calificar a los alumnos según le dictase su propia conciencia. Una libertad costosa, dada la enorme presión que suponía actuar por libre en una reunión de evaluación, mayoritariamente conducida por premisas previas y colectivas que, dada la coyuntura, ponía sus calificaciones y, de paso, su tarea docente en tela de juicio.

Una penosa situación que, según las últimas instrucciones de la Consejería de Educación, no volverá a repetirse, ya que el próximo curso escolar, el Programa de Calidad no habría de ser votado por el claustro de profesores, sino por el Consejo Escolar, por lo que se prevé que terminará siendo obligatorio para todos los docentes, estén o no de acuerdo. O sea, el profesor tendrá que mejorar los rendimientos académicos de sus alumnos sí o sí o, al menos, reflejarlo así en las calificaciones, pues toda la responsabilidad legal se le viene encima. Ahora más que nunca, el fracaso del sistema educativo caerá enterito sobre sus espaldas, sin que se cuente para nada con la especial dificultad que supone dar clases con eficacia en los momentos actuales, cuando el alumno sabe, aprende rápido, que su suspenso es sólo culpa del profesor, que, sin estudiar, aprobará de todas maneras y que, se comporte como se comporte, su conducta, en forma de agresión verbal e incluso física, como ocurre, apenas será penalizada –la autoridad y/o dignidad con la que se iba a revestir al oficio de la docencia, es otra promesa que el gobierno no ha cumplido–.

En conclusión, en el futuro, ni el sistema educativo, ni apenas los alumnos serán sometidos a evaluación, sino los propios profesores que, a propuesta de la Consejería de Educación, serán clasificados en cuatro niveles de menor a mayor, según su eficiencia: Competente, Avanzado, Experto y Excelente. Una medida magnífica para sembrar la competitividad en los claustros escolares y dar al traste del todo con la solidaridad tan necesaria que requiere el trabajo en equipo en tiempos tan inhóspitos, pues la carrera por ser el mejor –pagado– favorece la puñalada trapera y pertinente zancadilla al prójimo. Si no lo impiden los sindicatos, además, deberán cumplir trece requisitos, entre los que se contemplará «la capacidad de liderazgo» y «la habilidad para relacionarse». En definitiva, que, de cumplirlos, lo mejor para tan perfecta criatura –y para nosotros– sería hacerla presidente del Gobierno.

Para ser presidente del Gobierno, sólo hace falta ser español, mayor de edad y, además de jubilarte en plena juventud, lo hayas hecho bien o muy mal, seguirás cobrando el mismo pastón. Apúntate.