Quizá el pico de un reyerzuelo se haya clavado en los paneles. Los cometas, lo cual resulta extraño en estos tiempos de vecindad con el apocalipsis, huyen del lugar como de la peste, de la representación de la peste; en el espacio exterior se oye el murmullo de los astronautas. Málaga desde el cielo ya no es la misma nebulosa de cemento y capas de azul que se observa desde la pértiga de los aviones; ahora también parece un sonajero, un patio de luces mal entendido, un desaguisado mayúsculo con rutina de tubo fluorescente. La ciudad convertida en el interior de un baratillo, en un todo a cien amalgamado y carnavalesco, por obra del Ayuntamiento, al que le pesa la obstinación, cada vez más burra, de convertirse en algo superlativo del sur del Mediterráneo. Primero, con los costes, que se acercan al millón de euros, y segundo, con la justificación, marciana y vegetativa, ideal para introducir en una botella y lanzar a la galaxia en el caso de que hubiera que hacer precisamente lo contrario.

Sostiene la señora Porras que las luces de Navidad son una inversión y da la casualidad que a casi nadie se le ha ocurrido lo mismo en toda España, donde la mayoría se decanta por rebajar el presupuesto para decoración, acaso por carecer de asesores tan simpáticos. La inteligencia local apuesta frenéticamente por los voltios y confía en que éstos ejerzan su consabido magnetismo con los habitantes del interior y de la periferia, que, al parecer, no acuden a Málaga en Navidad por sus oportunidades comerciales, sino guiados por las luces, como si fueran peces de colores. En el siglo de los videojuegos, del no lugar, de los ordenadores, de la física cuántica, resulta que lo verdaderamente atractivo son los artículos de ferretería, así lo piensa el Consistorio. Málaga, capital turística, de altísimo bajo consumo, iluminada. Donde otros ponen contrafuertes y palacios, la ciudad ensarta bombillas, una con otra, en una sintaxis tan hortera como para enterrarla junto a la pamela del daiquiri y el calendario pechugón en una caja de zapatos. El neón el rey de la urbe, castizo, ignominioso. Málaga, de nuevo, ruboriza, estéticamente temeraria; luces y más luces trenzadas, con forma de vela, de pesebre, de guirnalda y hasta de jugador de baloncesto, motivos, todos, que, por lo visto, merecen disponer de sus propias luminarias y que éstas sean abonadas generosamente por los ciudadanos. Las candilejas de la crisis; mientras, la economía, no se repone del desánimo. En cierta medida tiene su lógica: ahora será un desánimo estridente, nada sutil, iluminado. Pesadumbre bajo el sol y bajo las luces de colores. Y paro, mucho paro. A no ser que se sepa enroscar una bombilla, que eso aquí viste mucho, como en Valencia los petardos.