La mejor manera de calibrar la cohesión de una pareja consiste en hablar con sus miembros por separado. Me apliqué a esta tarea cuando pasé una hora a solas con Margaret Thatcher, y una tarde entera junto a Denis Thatcher. Ojalá hubiera sido al revés, aunque la duración del contacto no afecta al experimento. Era fácil detectar una simpatía imperfecta en el matrimonio Thatcher. La primera ministra británica no se refirió en una sola ocasión a su marido. Además, se hubiera quedado perpleja si le hubiera preguntado por el bueno de su esposo, mientras me explicaba que «nadie puede haber tenido en Downing Street una vida más dramática que la mía». En cambio, Denis no hubiera sabido contestar a ningún interrogante que no afectara a su singular esposa. Vivía a su sombra, y extraía notables réditos del umbráculo mientras se dedicaba a las labores de mayordomía. Por ponerlo con sus propias palabras, «yo aporté amor, lealtad y un poco de sentido común a la década Thatcher». Al menos, una persona consciente de su propia insignificancia.

Tras participar en estos encuentros preliminares, comprenderán mi perplejidad como espectador de La dama de hierro, entrega que culmina la trilogía iniciada con La reina y continuada por El discurso del rey. La película se centra en la deuda con su esposo de la estadista que los norteamericanos definieron como «una Ronald Reagan con testículos». La comparación presidencial es pertinente, porque Meryl Streep ha cimentado su reencarnación de Margaret Thatcher en el saqueo de los visajes meditabundos que Martin Sheen despliega con eficacia en El ala oeste de la Casa Blanca.

El material de La dama de hierro proviene de dos libros de su hija Carol Thatcher, la favorita de papá Denis. De ahí que se intensifique el rol de un cónyuge intrascendente, cuyas extravagancias ocupan más minutos de proyección que las vicisitudes de la protagonista como primera ministra. En la inevitable colisión con la actualidad, la política británica se confunde con Angela Merkel, otra mujer condenada a salvar a Occidente de sus cenizas. La dama de hierro no contempla una sola virtud política de un personaje de una pieza. En las dos últimas preguntas que pude plantearle tampoco mentó a Denis:

–¿Es usted una mujer feliz?

–Sí.

–¿Siempre lo ha sido?

–Creo que en ocasiones, a lo largo de mis sucesivos mandatos, estaba demasiado preocupada incluso para plantearme esta pregunta.