No sé decirlo de otra forma más clara y más contundente. Rajoy acaba de romper su última promesa electoral, esa que le llevó a ganar las elecciones por una mayoría jamás conocida aprovechando el fallo garrafal de Zapatero. La voz engolada de sus promesas nos hizo pensar que, inmediatamente, España se resarciría del tropezón, que iniciaríamos la cuenta atrás de la vuelta a un bienestar social que parecía resquebrajarse. Y se cumpliría la gran promesa que esperábamos ilusionados todos los españoles: la bajada del paro, la recuperación del empleo.

Pero pronto se vio que Rajoy y sus extraños ministros -un ex directivo de la perniciosa Lehman Brothers, un vendedor de armas, un cínico que dice: «deja que España se hunda que nosotros ya la levantaremos»-, eran unos títeres gubernamentales al servicio de la política económica de Alemania (a la que estamos engordando), y más concretamente al servicio de la señora Merkel (que debe ganar sus elecciones estrujando a los países deudores), y de sus paniaguados y no elegidos técnicos, que gobiernan Europa con cinturón de hierro. Y entonces las cifras del paro no sólo no bajaron sino que se dispararon. Y se impusieron los recortes, la horrible reforma, y se paralizó el crecimiento económico.

Pero lo que nunca pudimos imaginar era que la más grande de las promesas de Rajoy, la promesa reina en la que basaba todas sus esperanzas (no a la subida del IVA, no a tocar a los pensionistas), proclamada, gritada, juramentada, reafirmada, ante el Congreso de los Diputados, ante la Prensa, ante los ciudadanos, iba a terminar también en todo lo alto del contenedor de las grandes mentiras electorales.

Y, a partir de ahí, el presidente español cedió todos los mandos a Berlin y a Bruselas. Y empezó Cristo a padecer. Y nos perdieron el respeto y nos consideraron la basura de Europa. Hasta desde dentro se ensañaban con nuestros parados. La diputada del PP Andrea Fabra, hija del ínclito creador de aeropuertos de atrezzo, Carlos Fabra, no dudó en condenar a los parados en un pleno: «¡Que se jodan!» Entonces eran «sólo» cinco millones de parados. Ahora los jodidos van camino de los seis millones. Y subiendo.

Pero el desprecio continúa. El secretario de la OCDE, el mejicano José Ángel Gurría, viene a España a decirnos que hay que reducir los costos por despido y muchas otras cositas. Y añade, en plan gracioso, que los parados de larga duración adquieren vicios tales como el de no trabajar. Y llega Marina del Corral, secretaria general de Emigración, y nos dice, que los jóvenes españoles se van de aquí «por el espíritu aventurero de la juventud».

¿Serán los viejos los únicos capaces de rescatarnos de Rajoy y de sus extraños ministros? Con algunos años menos, seguro que sí.

Hay algo en todo esto que a mí, personalmente, me apena y es la falta de respeto, de consideración, de deferencia que este insensible gobierno muestra hacia quienes, al final de su vida, merecerían un trato más justo de la sociedad a la que han servido tantos años, por la que se han sacrificado y a la que ayudaron a levantar en tiempos difíciles. El colectivo más delicado de la sociedad, el de menos perspectivas, el de menos posibilidades, es el peor tratado por un gobierno que se parte el culo regalando dinero a los bancos que nos llevaron a la ruina, pero no tienen un euro para dignificar la vida de los viejos.