Chelsea y Atlético no saltaron al campo con respeto mutuo, sino con pánico al Real Madrid. La consigna era evitar la final contra un monstruo que en Múnich y adquirió las proporciones formidables de Jordan o del mejor Nadal. La segunda semifinal en todos los sentidos se limitó a decidir si quedar apeado en la penúltima ronda suponía una salida más airosa que ofrecerse como víctima propiciatoria a la afilada guadaña madridista.

Desde esta perspectiva, enhorabuena a Mourinho por librarse del verdugo blanco. El empleado de Abrámovich alineó a nueve defensores, más un portero de 42 años que equivale a dos de 21 y un Fernando Torres que es el español más satirizado de Inglaterra desde Felipe II, y a quien el portugués quiere fuera de su equipo. El once no estaba concebido por respeto al Atlético sino por terror al Madrid.

Simeone también escatimó alegrías, pero tenía la excusa del visitante pobre. Con tantas prevenciones a una victoria que conducía al matadero, hasta el larguero inicial de Koke fue un accidente que le hubieran recriminado desde su banquillo si hubiera prosperado. La chilena pirotécnica de David Luiz no tenía otra función que ofrecer algo de contenido a las cámaras. Se libraba una dura lucha por desembarazarse del balón.

Solo el brasileño Williams se desmarcaba del guión, por lo que era obligado que engendrara el gol atlético contra el Atlético. Por primera vez, el divino Courtois se comportaba como un humano que no advertía el peligro real de la jugada, ya sea por las tibias escaramuzas previas o por menosprecio al abúlico Torres. Tras el gol que colocaba al Chelsea entre las garras del Madrid, Mourinho tuvo arrodillados a los rojiblancos. Volvió a replegarse, por miedo a la final y porque su fútbol de clausura no distingue entre el Paris Saint Germain y el Alcorcón.

Mourinho retrasó tanto a sus tropas que el empate le sorprendió en una filigrana de atrás hacia adelante, fruto del quintacolumnista Juanfran que repetiría la treta en el tercer gol. Los telespectadores disfrutamos con el aliciente adicional de contemplar a Terry a gatas, como en sus numerosos y publicitados escarceos sexuales. Escenificaba una metáfora de la descomposición del Chelsea, la semifinal comenzaba seriamente en el descanso. O acababa en el descanso, con la sabiduría que concede el retrovisor.

El fútbol del Chelsea asfixia las oportunidades del ariete rival. No necesitaba secar a un Diego Costa afectado por el síndrome Ronaldo de las grandes noches, le bastaba con cerrar el grifo hacia el brasileño español. Un penalti en que el hirsuto artillero manejó al balón como un ventrílocuo le liberó de complejos y le permitió marcar por duplicado, como Ronaldo una noche antes. Le debe su despertar a un desconocido Eto´o, que ya sólo puede empeorar el resultado contra su equipo. Se cumplió el lamento de Mourinho tras la ida en París, «no tengo goleadores».

Sin ánimo de aguar las exhibiciones de los conjuntos madrileños, Bayern y Chelsea se han comportado en semifinales con una vulgaridad que desacredita a sus celebradísimos preparadores. De ahí que la prensa alemana no cargara contra el equipo muniqués, sino contra su director. La caída simultánea de Guardiola y Mourinho clausura la era de los entrenadores más grandes que sus clubes, vuelven los técnicos del traje gris.

Madrid contra Madrid -Botella contra Aguirre- es la peor final imaginable para Artur Mas. La victoria del miércoles fue tan diáfana que no requirió la intervención pugilística del «Mono» Burgos para disciplinar al árbitro. A cambio, Arda Turan transforma cada choque en una batalla de Lepanto, con idéntico parte de bajas.