El mundo sería más fácil de entender si más a menudo se cumplieran las lecturas simples que políticos (y analistas ansiosos de poder o aplauso) realizan. Pero no suele pasar. La realidad, la actual y la histórica, tiende a ser más compleja. La digresión viene a cuento de la recurrente comparación de la negociación sobre la deuda de Grecia con el acuerdo de Londres de 1953. En virtud de éste, Estados Unidos y otros 19 países acreedores (España, entre ellos) perdonaron a la Alemania derrotada de la II Guerra Mundial 24.500 millones de marcos de los 39.000 que les adeudaba por obligaciones de antes y después de la contienda. O sea, el 63 por ciento.

Es comprensible que el primer ministro griego, Alexis Tsipras, gire la mirada a ese pacto, sin duda un trato de favor a Alemania, que posiblemente hoy sería menos locomotora y más vagón de cola sin aquel acuerdo. Por desgracia, Grecia se encuentra en un contexto bastante diferente. EE UU y sus aliados necesitaban que los errores del Tratado de Versalles de 1919, que ahogó la economía germana y abonó el campo al nazismo, no se repitieran. Básicamente, porque si en los años 50 la democracia alemana se tambaleaba, EE UU tenía claro que sería para inclinarse hacia la órbita soviética. El acuerdo de Londres y, además, los millones de dólares invertidos en el país a través del plan Marshall son la mejor evidencia de que Washington quería una República Federal Alemana en crecimiento económico como el mejor contrafuerte para el Muro de Berlín.

Sesenta años después, vemos que el telón se rompió por el otro lado y que, cosas de la vida, Alemania y Grecia comparten una misma moneda, pero no un mismo proyecto de futuro. En la naturaleza híbrida e impura del proyecto europeo están los principales motivos de la situación actual de Grecia. La Alemania de 1953 pudo poner la máquina de fabricar marcos a funcionar; Grecia no puede ni pensarlo dentro del universo euro. La Alemania de 1953 pudo bloquear importaciones de países vecinos para favorecer la producción propia; Grecia se encuentra hoy en un consolidado mercado común que impide medidas proteccionistas internas.

Se podría concluir entonces que Europa es el problema de Grecia. Pero se antoja injusto. Aunque Tsipras no lo suele recordar, la UE condonó el 50 % de la deuda privada griega en 2011, en el momento más severo de la crisis, y ha sido la pagana en el rescate griego.

Pedir, gastar y no devolver lo recibido no parecen valores sobre los que cimentar un proyecto (ni vital ni de país), pero contemplar el problema griego como externo, como una disfunción más de un sur frívolo y poco cumplidor, no parece mejor postura. Especialmente, si se tiene en cuenta que Alemania quiere continuar exportando a Grecia y porque era igual de alegre cuando alegremente los bancos alemanes le prestaban fondos con escasas garantías y se le imponía la compra, por ejemplo, de submarinos made in Germany. En pocas palabras, no toca una quita (otra) como la de 1953, porque el contexto no tiene nada que ver, pero sí facilidades para que Grecia pueda crecer y, junto a ella, los demás europeos podamos respirar. Esto es, menos Alemania, menos Grecia y más Europa. Pero ese sueño cada día parece más lejano.