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Entre el sol y la sal

Cuando volando no es gerundio

Muchos de ustedes recordarán la tormenta eléctrica del viernes pasado, pues yo fui uno de los cientos de pasajeros de los vuelos desviados en plena noche al aeropuerto de Sevilla, qué arte mi arma. Quien no lo ha vivido no puede imaginarse el pavor que supone sobrevolar el rabioso cielo malagueño durante treinta eternos minutos e incluso hacer dos intentos de acercamiento a pista entre rayos y truenos para acabar, eso sí, con buen criterio, en otra ciudad. El problema surge cuando verse expuesto a merced de la naturaleza más violenta no es lo peor del viaje sino lo que vino después. Les cuento.

Una vez vistos por la ventanilla cientos de relámpagos romper y crujir a la altura de tu cabeza el comandante anunció que nos desviarían al aeropuerto secundario hispalense, lo cual supuso cierto alivio dado que Sevilla tiene un color especial y en ese momento menos aguacero. Tomamos tierra y mantuvieron a todo el pasaje enjaulado más de una hora en el avión esperando a que la compañía decidiera si bajarnos o que escampase para volver a Málaga. Tras media hora sin información el ambiente se fue caldeando y nos dijeron que el aeródromo sevillano no tenía operarios para asistir a los vuelos desviados, por tanto no podían poner escalerillas al avión (fingers que diría con acertada propiedad mi admirado Trotamundos de Onda Cero, Pepe Arranz), ni sacar las maletas, ni nada de nada. Hubo un momento en que la azafata preguntó si había un medico en el avión, una mujer se descompuso ya que estar más de una hora secuestrado junto a cien personas en cuarenta metros de metal con una ventilación intermitente por lo visto no sienta bien al ser humano. Qué quisquillosa es la gente.

Para aderezar el ambiente comprobamos que la información facilitada cambiaba dependiendo de la profesionalidad de la azafata consultada, así que la gente empezó a sacar sus propias conclusiones con el consecuente maremágnum de teorías. Al final el comandante anunció que Málaga seguía impracticable y que nos llevarían en autobuses a nuestro destino. Por arte de magia aparecieron decenas de operarios de pista que hasta ese momento debían estar escondidos y nos trasladaron a la terminal. Allí nos juntamos los pasajeros de varios vuelos pertenecientes a dos compañías distintas, y como teníamos esa suerte no había ni un solo representante de nuestra línea aérea. Así nos dejaron casi dos horas, cansados, hambrientos, in albis sin saber qué hacer o dónde ir, desamparados. Como no podía faltar el momento absurdo de toda aventura que se precie empezó a oírse cada cinco minutos por toda la megafonía el consabido mensaje de que mantuviéramos vigiladas nuestras pertenencias, y yo pensé que eso era como aconsejarle a un naufrago que no soltara su balsa de madera. Una guiri del vuelo de Zúrich creía que esa voz nos daba indicaciones y me preguntó qué decía, para no desmoralizarla le contesté que para amenizar la espera nos narraban los resultados de la liga, pero creo que fue peor porque dijo cabreada spanish de mierden, o algo así.

A mitad de la tensa estancia intuimos que debíamos salir fuera a esperar la llegada de los transportes. Llegaron cuatro autobuses y todo pareció ir bien, hasta que un cachondo gritó «sevillano el último» y el caos ya fue total. La gente desesperada empezó a saltar vallas y colarse en las filas sin respetar a niños ni ancianos, metiendo de mala manera las maletas en la panza, pegando empujones, cualquier cosa con tal de escapar de allí. Por fin apareció un operario de nuestra compañía para decirnos que esos cuatro autobuses eran para los pasajeros de la otra empresa, así que tuvimos que esperar pacientemente la llegada de nuestra salvación.

Una vez sentados en el autobús nos tuvieron encerrados otra hora sin arrancar, lo cual también dio para el momento dulce de la odisea. Una señora mayor, octogenaria diría yo, que nada más sentarse cayó rendida por el sueño se despertó desorientada a los cuarenta y cinco minutos de estar parados y preguntó si ya íbamos por Antequera. El marido la miró con ternura, le cogió la mano y le dijo que sí, vuelve a descansar Paca, ya casi estamos en casa. Sonrió tranquila y se durmió.

Cuando pasábamos cerca del excelso Reino de Carmona me acordé de mi amigo Enrique Cabello y prometí dos cosas; la primera que escribiría este artículo, la segunda visitarlo en mejores circunstancias.

Dueños de compañías aéreas, sepan que ser de bajo coste no significa que su carga sea barata. Cualquiera de los que allí estuvimos demostró más educación, saber estar y buen ánimo que todo su personal junto. He dicho.

Señora Paca despierte, que ahora sí, ya estamos en casa.

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