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Cuaderno de mano

Stefan Mediterráneo

La farola de Málaga es blanca, y verde y azul cuando de noche la brisa le canta sus doscientos años mediterráneos. Su corazón latiendo 3+1 destellos cada 20 segundos, y su ojo Polifemo que traza una vereda de 25 millas náuticas hasta donde las sirenas bailan tomando tierra en la luz que las orla, guardan las historia de los barcos que surcan el mar donde son más grandes las estrellas, o que amanecen a proa entre la niebla como aves y su presagio. En estos días donde tarda más en acostarse la luz, la vemos coqueta y feliz. Le han dicho los políticos que Málaga brilla en ella. No sabe que protagoniza un melodrama. De la Torre y Plata la celebran como un icono del puerto y de la ciudad pero en realidad planean jubilarla como museo cartográfico. Se les ha quedado antigua frente al vértigo del hotel catarí al que siguen defendiendo con manipulaciones de infografías, extraños intereses de partidos y de los de un medio de comunicación que encabeza la cruzada, hurtando el debate serio, arengando al pueblo al Dos de mayo en nombre de la bandera de la modernidad y del progreso, del empleo y del futuro. Voces sin rigor y en masa frente a las voces expertas en medio ambiente, en paisaje, en arte, en urbanismo, en arquitectura y en otras disciplinas que cuestionan la idoneidad de esta agresión contra su identidad marítima.

No sé qué le pasa a Málaga con su ADN mediterráneo. Sólo lo enseña en el museo de Ikea del XIX en cuya pinacoteca sobran muchos cuadros mediocres, que no pasan la prueba del algodón del arte, y claman ausencias de mejores obras del Colectivo Palmo y de otros artistas cuyo estilo está muy por encima, en talento y estética, de los bodegones burgueses y los paisajes con trampantojo. Ya escribí acerca de este museo abigarrado y con discurso pespuntado, a pesar de un trabajo de diez años de preparación y que, al igual que otros espacios, no reconocen la sólida trayectoria de pintores como Bola Barrionuevo, Chema Cobo, Rafael Alvarado, Sebastián Navas o ese demiurgo de la escultura y del grabado, del que fue pionero en la Málaga de 1958, llamado Stefan von Reinswitz. El gigante bávaro, con espalda en pelea con la altura de los años y el reuma, que hace décadas convirtió el Palacio del Obispo en un bosque de Bomarzo. Un éxito de crítica y de visitantes que nunca se vio refrendando por un libro de fondo de la colección del ayuntamiento, en la que figuran entre otros el maestro Enrique Brinkmann. Su premio fue poblar un nuevo parque del extrarradio con sus criaturas surrealistas y mitológicas. Sirenas erguidas en el equilibrio de su cola, guerreros transformados en óxido, lluvia y pájaro, esqueletos de peces fantásticos, que parecen haber sido rescatados del naufragio en el fondo ciego del mar. Lo mismo que sus pegados mecánicos o el minotauro sentado en el tiempo mientras escucha un libro como si fuese una caracola. Quién sabe si transmitiendo la lengua de las olas, el rumor de su espejismo, el canto del viento que vuelve y se aleja, o el susurro alemán de este artista al que mi amigo Héctor Márquez describió en un catálogo como «una mezcla entre Jacques Tati, Max Ernst y Jeunnet y Caro». En cambio yo lo veo como un inventor alemán de la nobleza en contra del nazismo y soñador de la felicidad de un jardín extranjero, un buen trago al sol y unos pocos amigos (Jorge Lindell, Paco Peinado y Brinkmann) con los que charlar acerca de cómo estrenar la imaginación en cada nuevo reto estético. Igual que aquel amigo americano de la Huerta del Ángel de Macharaviaya al que todos quisimos como Robert Harvey. Alto y desgarbado también, poco reconocido igualmente por esta ciudad del olvido que tan solo y escondido ha dejado a Jorge Guillén, mirando el mediterráneo de una Málaga a la que su compañero Aleixandre definió como una Ciudad del Paraíso reinando sobre olas amantes.

El tiempo oxida la juventud y deja que la memoria se desvanezca a causa de los años y su erosión. Sucede así con las esculturas de Stefan aisladas en un parque al sol donde conviven los perros, los niños, las madres y los ancianos alrededor de unas piezas tutelares que en su creación final le costaron dinero a su mago. Esculturas con algo de dadaísmo algunas, y otras emergidas de los viejos relatos sobre los prodigiosos seres del mar y de las islas sin rumbo en los mapas, y cuyos moldes a cubierto dentro de uno muro, como si fuesen un tesoro o el conjuro que asegura el éxito de la construcción, la burocracia quiere desahuciar. Lo certifica la sequedad de una de esas cartas despersonalizadas y tensas que, al igual que las de Hacienda, parecen amenazar con prisión a quien las recibe. Sigo prefiriendo la marca negra de Stevenson. También hubiese preferido Stefan que esa carta le contase que los ajuares de sus trabajos se expondrían como interesantes piezas del proceso creativo; que al Parque del Oeste le pusiesen su nombre o que en el Paseo del Palmeral, en sus jardines o en el delta de asfalto que conduce desde La Farola a la Estación de Cruceros las criaturas de su bestiario cobrasen vida al crepúsculo, en la bajamar de la noche o en el levante anaranjado del amanecer. Sería hermoso pasear entre ellas escuchando sus relatos de mar y de mundos lejanos, de tripulaciones fantasmas y de rosas de los vientos rumbo a ensenadas de la felicidad. La política y el talente empresarial de esta ciudad siempre prefiere lo nuevo, lo de fuera, el pastiche entre el antiguo glamour y el suelo de cadena hotelera. Y en lugar de Stefan han poblado el muelle con esculturas de Elena Laverón: caminantes errantes que podrían dialogar con los faunos, las sirenas caracol, la Venus con alas de valkiria y el minotauro cenachero del alemán. Que no, que en Málaga la escultura es decoración y no arte público que crea pensamiento, poética y espacio. Que no, que el mediterráneo y su cultura no es en Málaga un territorio ni una atmósfera ni un poema escénico.

Málaga sueña con ser la Santorini andaluza, y al igual que la isla del Egeo, recibir 10.000 cruceristas al día. Tener origen cartaginés, romano y árabe no está de moda. Lo que se lleva es descender del turismo que comienza a ser una marabunta que a unos les renta y a muchos incomoda su overbooking. Dice el alcalde que la exposición de Laverón en el puerto potencia la imagen de Málaga desde la Alcazaba al mar, justamente lo contrario de su defensa del simbólico falo con el que la ciudad aspira a convertirse en la Shanghai del sur de Europa y competir en rascacielos, en lugar de gestionar su fachada mediterránea, abrir más parques en los barrios de sus periferia, y dignificar y engrandecer una Feria del Libro exiliada bajo el sol de la Plaza de La Merced, que estos días es un oasis de violetas jacarandas y rojas acacias de Constantinopla. Una postal en cuyo reverso escribir un poema de Isabel Pérez Montalbán sobre los fuegos japoneses en la bahía o una naumaquia de Aurora Luque. Incluso una de sus publicidades en verso en las que un Ícaro alquila alas adaptables y elásticas.

Menos mal que tenemos en la ciudad a esta poeta del mediterráneo que nos recuerda la cultura del mar. Lo mismo que al querido Stefan que anda haciendo las maletas del abandono y de la tristeza porque esta ciudad tiende a olvidar a los ciudadanos ilustres en favor de los nuevos ciudadanos que mercadean con centros comerciales y torres de Babel. Que dirían los fenicios que la fundaron, si levantasen la cabeza. Seguro que más Stefan y menos Málaga D´Or.

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