Hoy me ha llegado en el Washington Post una mala noticia. Según Joao Breda, un experto de la Organización Mundial de la Salud, en lugares del sur de Europa como España, Grecia o Italia, los índices de obesidad entre los menores de edad están alcanzando cifras alarmantes. La famosa dieta mediterránea está en esos países en grave peligro de desaparición por la irrupción de las comidas rápidas. Recuerdo aquel movimiento a favor de una vida con ritmos sanos y con una alimentación inteligente: «Comida lenta y vida lenta». Éste era el lema de una iniciativa que nació hace más de una década en Italia. Implicaba el rechazo a la «fast food». La comida deshumanizada, generalmente de inspiración norteamericana y en la actualidad desaconsejada por médicos y dietistas, claramente a favor de nuestras antiguas recetas tradicionales. Las mismas que se elaboran y se disfrutan desde hace siglos a lo largo de las riberas del Mediterráneo. Por supuesto, la comida fiel a la naturaleza, inteligentemente pausada, es un ingrediente básico de la «slow life», la vida con ritmos sabios, como los que siempre se han practicado en nuestro entorno.

En este último invierno, nos encontrábamos un grupo de amigos en una tasca en la plaza de José Palomo en el casco antiguo de Marbella. Estábamos practicando el arte de ir de sitio en sitio, almorzando a base de tapas. Como el local donde estábamos disfrutando del buen hacer gastronómico de sus dueños es muy pequeño, casi no había sitio libre. Así lo tuvo que pensar aquella señora extranjera que nos miraba con curiosidad desde la calle, empapada por uno de los deseados diluvios con los que hemos sido recientemente obsequiados. Nuestra observadora dudaba. Era obvio que no quería molestarnos. Entre otras cosas, por el impermeable que llevaba, del que resbalaban chorros de agua. Por supuesto, le hicimos un hueco y la invitamos a unirse a nuestro improvisado almuerzo. Se le saltaron las lágrimas ante esa exhibición de tapas maravillosas, tentadores vinos y el buen ambiente reinante, en el que no era ajeno el calor y la generosa amabilidad con los que fue recibida por los que llenábamos el minúsculo local.

Al final terminó confesando que nunca, en ningún lugar del mundo, había tenido una experiencia tan grata como aquella. La de ser recibida como una buena amiga por unos perfectos desconocidos. En unos minutos le habían hecho olvidar las inclemencias de una meteorología muy hostil, unidas a la sensación de sentirse sola en un país extranjero. Nos contó que era norteamericana. Del estado de West Virginia. Y que a pesar del mal tiempo le encantaba Marbella. Le habían recomendado la visita al casco antiguo, con sus plazas y calles llenas de tiendas atractivas y originales. Y que no dejara de probar las exquisiteces de las tascas y los restaurantes. La invitamos a que siguiera con nosotros en nuestro recorrido culinario por la Marbella de hace muchos siglos. No se atrevió. Temía haber comido y bebido más de lo acostumbrado. Al despedirse nos aseguró que jamás olvidaría la experiencia de sentirse como una marbellí, rodeada de buenos amigos. Estaba segura que volvería en primavera o a principios de verano. Quería seguir conociendo el mundo de las tapas bajo el sol de la hospitalaria Marbella.

La semana pasada me acordé de la señora de West Virginia. En un colmado en la barriada marbellí de Miraflores mi mujer y yo encontramos el mejor pan del mundo. El que hacen en Coín en un venerable horno de leña; como los que se utilizaban en tiempos bíblicos. Era el mismo pan que probamos aquel día en la tasca de la plaza de José Palomo. Según nuestra amiga de West Virginia, si en Estados Unidos se pudiera conseguir un pan así, sería sólo para los muy ricos y los muy poderosos. Eso sí. El problema es que entonces no tendrían las salsas excelsas donde mojarlo, como ella hizo en la tasca de mi pueblo. Y quizás también le faltaría la compañía de aquella buena gente, la que le habían permitido conocer una Marbella y una España insospechadas.