El verano estalla con una eclosión de sol y nos devuelve a la infancia, aunque seamos adultos o tengamos la intención de ejercer como tales en estos días luminosos en los que el descanso se dibuja en el horizonte con toda su ociosa capacidad de seducción. No hay más patria que la infancia, han dicho muchos escritores y poetas, Rilke el primero de ellos. Y a veces esa patria amorosa y lejana te envía una postal, reformuló un poeta alemán. Es ahora, en junio, cuando más postales se reciben, mientras el humo de las hogueras de la noche de San Juan o de esas moragas eternas de la juventud nos llenan de recuerdos y nuestros ojos se clavan en el cielo estrellado de julio pensando en lo que habrá de venir, en las vicisitudes de la vida diaria, en nuestras relaciones amistosas y amorosas, a quién queremos y por qué, cuándo nos traicionamos para convertirnos en ríos que dan al mar sin sublevarse contra el cauce natural del agua, sin proponer avenidas salvajes que purifiquen nuestra alma, con qué fin hacemos lo que hacemos, qué carajo es eso del estrés y por qué es tan capital mantenernos tranquilos, mirando de reojo a la enfermedad y a la parte oscura de la sociedad, de nosotros mismos, ese otro yo fotocopiado que actúa movido por las bajas pasiones y las peores intenciones, aunque tratemos de mantenerlo todo bajo la máscara de la cordialidad, la amabilidad y el desprecio de lo impuro. Para mí la infancia es una enorme playa, tal vez La Misericordia, pies sucios por la arena, deseos enterrados en la orilla cuando despunta la adultez, el olor y el sabor de las sardinas y de la sangría pecaminosa que nos abría el camino al alcohol y a los besos calientes, abrazos fugaces al rebufo del murete del paseo marítimo, estrellas veraniegas que caen del firmamento, proyectos y más proyectos, propósitos de enmienda, enormes piras que se llevan los males y las miserias del año, el fuego purificador, los juegos florales, padres que charlan con otros padres en el chiringuito mientras tú construyes en la arena castillos imposible. La primera moto, el primer coche, el primer roce con la carne trémula, cogerse de la mano, el olor a vida, las tardes en el llano, una pelota que levanta polvo hasta el infinito de los goles de mundiales que sólo pudimos ver de lejos, los cuartos, siempre los cuartos, Italia en el 94, Yugoslavia en el 90, la primera fase en el 98, carreras, las notas que marcaban el inicio del teatro estival, vacaciones en Aguadulce o Conil, emotivos abrazos de despedida, septiembre que acecha amenazante, el invierno como castigo, el colegio, el instituto, los primeros años de universidad y la vida que se abre paso en miles de pechos anhelantes de transformar las cosas para chocar después con la realidad, el agosto traicionero con su terral sofocante, la feria mítica del Centro, sombreros de jipijapa para esconder cabezas ardientes, la toalla y las zapatillas, la canción del verano, Alexia, conciertos multitudinarios, las primeras lecturas de madurez, el destino arañando el cristal del estío con dulzura, escondiendo sus zarpas.