Al igual que las casas o la ropa, el tejido urbano conoce de modas y tendencias. Del mismo modo que hubo un tiempo en que el papel pintado era obligatorio en las paredes o se llevaban los pantalones de campana, las calles también saben de gustos pasajeros, y lo que es una fiebre que sube parece que nunca se va a ir hasta que un día comienza a remitir y acaba por desaparecer. Bueno, quizás las modas nunca se van del todo y hay quien las mantiene en actitud tozuda o personas nostálgicas que las reviven con más o menos fortuna, pero esos instantes álgidos en los que lo que puede ser se convierte en lo que es y el mundo entero parece contagiarse de esa necesidad que hace un año no existía son de naturaleza tan cargante como efímera. Eso sí, ocurre que en ocasiones hay una alianza o concatenación de novedades que nos invaden con desmesura y se instalan en las casas y en las calles.

Uno de esos casos tan llamativos fueron los videoclubs. Asesinos sin culpa de los cines de barrio, proliferaban no hace tanto por doquier. En alianza con los aparatos de vídeo caseros, fueron los pioneros (quién iba a decírselo a ellos, que pensaron, como todos los reyes y emperadores de este mundo, que su poder era para siempre) de la actual costumbre de ver películas por internet. Ellos fueron los que nos acostumbraron a la pantalla pequeña, a olvidarnos de la comunión colectiva -casi de teatro- que suponía entrar a una sala de cine. Las cintas Beta, sistema 2000 o VHS (el formato que se impuso, pese a ser el de menos calidad) acabaron con las grandes producciones de cinemascope y dieron entrada en los domicilios a las películas de serie B (algunas magistrales) y al cine porno (todas iguales). Las películas ya no se veían, se alquilaban. Los programas de televisión y las series no nos obligaban a estar en casa a una hora, se grababan. Nadie quería estar fuera de la onda, so pena de sentirse excluido de muchas conversaciones que versaban sobre el último lanzamiento, que costaba el doble y para el que había lista de espera: queríamos ser los primeros en verlo.

Videoclubs había de muchos tipos. El más extendido era el de barrio y era relativamente sencillo montarlo: bastaba con alquilar un local más o menos amplio, disponer de una cantidad para fijar un depósito con las distribuidoras y abrir el negocio. Estos locales fueron durante años el sustento de personas que luego pondrían un locutorio o una tienda de moda y complementos y más tarde se dedicarían a las inmobiliarias. Ahora muchos de ellos, al menos en Málaga, son fruterías, consecuencia curiosa de esa resistencia simpática que tenemos a comprar fruta y verdura en los supermercados.

Con el tiempo, llegaron los videoclubs de lujo: enormes, con miles de títulos y secciones. En ellos no era el propietario el que atendía, sino trabajadores que estaban allí de luna a luna, quizás las personas que más cine han visto en la historia de la humanidad. En estos videoclubs, las penalizaciones por retrasarse unos días en la entrega de una cinta eran severas, cosa que no ocurría en los de barrio, y las pelis devueltas se revisaban una por una: si estaban sin rebobinar (verbo que resultará extraño a quien tenga menos de cuarenta años), la cara de fastidio del empleado era evidente y se te amonestaba con la prohibición de sacar cintas ese día.

Porque se convirtió en una locura colectiva. Los fines de semana, familias, amistades, parejas focalizaban su ocio en torno al alquiler de cintas. Los bares los odiaban, los cines fueron cayendo y poco a poco se fue conformando una visión del ocio más íntima, menos de grupo. Todavía quedaba tiempo para que llegásemos al móvil, a ese onanismo triste de un aparato concebido para el uso y disfrute de una sola persona. Ah, y para su estatus, claro.

Y digo yo, si pasada la época fulgurante del videoclub, nos diera por hacer como con el tema de las fruterías: volver a los bares, a las cañas o los refrescos con quienes mantenemos una amistad cada vez más apantallada, menos real. Porque si antes veíamos una película para evadirnos de la realidad, ahora nos vendría bien algo de realidad para escapar de las películas.