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Galaxia urbanita

Auri sacra fames

—¿Qué significa?

—Maldita hambre de oro.

—¿Es de Séneca?

—De Virgilio, la Eneida. Lo que pasa es que Séneca lo usó y a través de él la expresión se hizo célebre.

Me cuenta esto un hombre de casi ochenta años, en su biblioteca, o sea, su casa. Ha sido catedrático en una universidad sudamericana, tiene premios internacionales de ensayo, se ha codeado con las grandes mentes de nuestro tiempo, pero de eso nunca habla.

—Los ciudadanos del imperio romano tenían cierta idea de suficiencia sobre sí mismos: Roma era tan poderosa que lo previsible era que durase siempre. Ningún pueblo bárbaro parecía lo suficientemente peligroso para incordiarla más allá de escaramuzas en los limes ignotos, territorios que los habitantes del imperio juzgaban lejísimos, tal y como hacemos nosotros hoy con Afganistán o algunos países africanos, donde somos conscientes de que hay guerras pero pensamos que nos atañen de un modo muy indirecto. También al igual que nosotros, los ciudadanos del imperio soportaban tensiones económicas y políticos corruptos, y se entregaban a las carreras de cuadrigas con la misma pasión que vemos actualmente en los estadios de fútbol.

Como para subrayar su apreciación, alguien grita «¡gooool!» ante una tele lejana. El hombre sonríe, se termina la torta Ramos, apura el mitad, se enciende un Ducados y prosigue:

—En cierta medida, también era Roma una aldea global, en la que poco a poco los grandes terratenientes se fueron haciendo con inmensos latifundios donde trabajaban esclavos venidos de las guerras imperiales. El trabajo empezó a escasear y, entre los ricos que no querían pagar impuestos y los proletarii que no podían pagarlos, el Estado tuvo cada vez más problemas, lo que finalmente dio como resultado un colapso económico que condujo a la desaparición del imperio. Más o menos, claro.

—Y ahora estamos ante un escenario parecido, ¿no?

—Así es, querido amigo. Podría decirse que la historia se repite y que actualmente el trabajo empieza a cotizarse como bien de lujo, mientras millones de personas en países fuera de nuestros limes (en un sentido no solo espacial, también social) se afanan por inundarnos de productos y alimentos. El Estado ya no puede sostenerse, sencillamente porque las rentas del trabajo son insuficientes para ello y las rentas del capital se esconden en los paraísos fiscales, ante la pasividad (cuando no complacencia) de los dirigentes políticos.

—He leído alguna vez quejas parecidas a las actuales en autores latinos. En realidad, solo nos diferenciamos porque llevamos vaqueros en vez de túnicas.

—En muchas cosas, desde luego que es así; incluso te sorprendería saber que el horario de trabajo de un esclavo medio en el imperio romano era mucho más llevadero que el de muchos trabajadores «libres» de hoy en día. Hay, sin embargo, una gran diferencia entre la ciudadanía romana y la nuestra: para bien de muchos y mal de poquísimos, en el siglo XV se inventó la imprenta, y ese instrumento llamado libro, tan denostado ahora, supuso una ruptura definitiva entre el pasado y el presente. A lo largo de los siglos, la información ha ido llegando a cada vez más sectores de la población, y hoy cualquier persona que desee saber puede hacerlo de un modo económico y asequible.

Asiento y vuelvo a mirar la estancia rebosante de volúmenes; hay una estantería compuesta de libros de tapa dura que a su vez contiene libros de bolsillo. «Son metalibros», pienso. Mi amigo sigue:

—Por ello, la teoría de la mano invisible y de la prevalencia del mercado sobre todo lo demás (que defiende la ausencia del Estado como elemento regulador y organizativo que atempere las desigualdades que produce el mercado) es discutida con relativa facilidad por cualquier persona que se asome a la actualidad diaria y tenga mínimos conocimientos económicos. Solo algunos portavoces mediáticos y chillones de los llamados neocon sostienen las maravillas de la mano invisible en público. Nadie se traga lo que dicen, y la gente entiende sin demasiado esfuerzo que el mercado ideal del que hablaba Adam Smith solo existe sobre el papel, que en la vida real es necesario que el sistema de libre mercado tenga sus límites y sus mecanismos reguladores. Siempre que queramos vivir como lo hemos hecho hasta ahora, claro está.

—Más que la mano invisible, es la garra visible —le digo.

—¡Qué buen concepto, Augus! Merece la pena que le dediquemos un artículo.

—¿Tú crees?

Augusto López

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