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Cuaderno de mano

El columnista dórico

El huerto azul por el que madruga una naranja es la ventana de la que nació Manuel Vicent. Ese escritor, recién premiado por el Club Internacional de Prensa, que extiende el aceite antiguo de su filosofía mediterránea sobre el lenguaje a cuyo barro le sopla para darle vida al mundo que ve a través de su columna. Dórica, escéptica, hedonista y culta, sin un solo punto a parte ni una fisura por la que se agriete el eje de la idea acerca de la que nos cuenta. Igual que la vela en punta en blanco del periódico que navega de la mañana a la noche, en estos tiempos en los que todos los sueños del hombre han sido traicionados y la economía es el sastre que todo lo corta a su hechura y sisa. Nada hay en este mundo que no naufrague bajo el bufido de ese dios Eolo, que siempre ha sido el dinero, de mejillas henchidas jugando a capricho con la singladura de los esfuerzos del héroe que sólo pretendía llegar a su casa, a tiempo para el amor después de la cena. También de eso ha escrito este caballero de la acracia y de las mujeres que saben brindar con champagne, sin sucumbir a la embriaguez de sus destellos, y tertuliano de los hombres con su propia república de lenguaje y una identidad insumisa, sin fiar la vida al viento, al oro ni al horóscopo. De muchos entre ellos admiró Vicent, al que siempre yo he admirado, a Luis Escobar que siempre dio la nota aristocráticamente; a ese Velázquez austero de apellido López en su taller de doméstica realidad como verdad universal; al Miquel Barceló que se fue a Malí para recuperar la virginidad de su mirada; al tránsfuga de géneros como llama a Gonzalo Suárez, pintor de almas donjuanescas y byronianas lo mismo que de boxeadores de Arroyo y de Aldecoa; o al maestro que buscaba en su ortografía las uves y las haches. Igual que en mí cuaderno Don Miguel Martin inspeccionaba mis acentos de lluvia en el aire y la imaginación con la que me rebelaba contra las palabras al dictado.

Quizás, sin epatarme, sálvenme los dioses, tengamos ambos en la escritura como una forma de desobediencia frente a la realidad un mismo vínculo con el oficio de tallar en una columna los demonios, el bolero, las demoliciones, la espuma y el más allá de los días. Su esencia o su queja vestida de domingo. La jornada en la que siempre hace sol aunque llueva y al contrario de los lunes, en los que como él dice la gente coge el periódico del kiosco igual que si fuese una navaja, los lectores desayunen en paz con nosotros. Especialmente con Manuel Vicent que para eso lleva, este castellonense de perilla griega, desde 1977 en la misma contraportada impresa, creando en 1.869 caracteres aforismos de fruta comprimida, que en ocasiones dan lugar a un poema y siempre provocan el trazo de una nube en la que cazar la filosofía y belleza de una frase. Guardo de todas ellas las que él mismo reunió en «A favor del placer», manual de taller para quienes les enseño las claves de este género literario con el que activarse ciudadanos, celebrar pequeñas felicidades, descubrir escepticismos, fuerza en las adversidades, y la llave maestra de la cultura para abrir los sentidos el envés de todas las cosas y emociones de los mundos de la vida. Tengo otros libros como su relectura de la Odisea en «Son de Mar»; «La novia de Matisse» en cuyas páginas fabula acerca del coleccionismo de arte, otra de sus pasiones, y la estética de la falsificación, y su Premio Nadal del 86 «La balada de Caín» donde le daba una vuelta de tuerca homoerótica a los hermanos bíblicos y condenaba a Caín a ser solista de jazz en el infierno nocturno de Nueva York. Y también su espléndido «Los últimos mohicanos». En sus páginas brilla su arte para dibujar con palabras retratos de gente vivida, libres de lengua y espontaneidad de memoria a los que crearles el perfil de un fogonazo literario. Uno de su hábitos favoritos desde sus legendarios Daguerrotipos. No faltan entre sus erudiciones y goces las impresiones de ciudades en las que narra el humo que le queda después de reposar el regreso de un viaje por Europa y otras coordenadas en las que fue vagabundo de instantes y de estampas en busca de un alma. Tampoco un manual sobre la comida que ha ido civilizando conquistas, soledades y jugos del hombre, tamizado por la conciencia de sus sabores favoritos.

No sólo se disfruta leyendo a Manuel Vicent, el héroe mediterráneo del que les hablo porque desde Camba y Chaves Nogales, Umbral y Alcántara, pocos orfebres del columnismo literario nos van quedando. Su fama de conversador de café en aquel Nautilus de Madrid que fue el Gijón abarloado en Recoletos, en compañía de Álvaro de Luna, Raúl del Pozo y otros tripulantes del pensamiento en partida como de naipes, alrededor de la política, sin afectos, breves de familia ni heridas sentimentales, ha sido observada desde el biombo de un cigarrillo con libro a tres palmos de mesa vecina. Lo mismo se le aprovecha todavía en algún que otro congreso alrededor del crepúsculo del gremio de la buena literatura, sea con marca de prensa o de libro, desbancada sin mucha resistencia por el credo de los influencers y de las empresas de letras que encomiendan el éxito de ventas de la poesía, de la narrativa o del ensayo del siglo XXI a frases adolescentes de las que se llevaban en las carpetas del insti, después en las camisetas y ahora anilladas en un muslo o a lo largo del brazo. Sus consumidores no asisten lógicamente a esos eventos por los que Vicent se va prodigando menos desde que dejó su café a la marea de la tarde porque se niega a envejecer en público. Hay que conformarse con ir leyéndole lúcidas reflexiones como que cuando uno vuelve de vacaciones a su tierra, se mira en el espejo y ve que ha cambiado, porque en ese espejo todavía estaba la imagen que uno había dejado allí al abandonarla; y que cuando regresa a la ciudad al cabo de un tiempo se nota cambiado en el espejo de casa, porque en él estaba el rostro que había dejado antes de marchar, y así va uno envejeciendo a lo largo de una travesía de espejos.

Este tipo de magos son los que mantienen con vida el corazón literario de periódico, su capacidad para acercarnos la prosa sobre lo humano y sus criaturas de realidad y de ficción. Igual que ese Pepe Nieves del que ayer nos contaba Juan Cruz, otro mohicano, sus 45 años investigando minuciosamente El Libro del buen amor y La Celestina en el pupitre 99 de la Biblioteca Nacional, como si fuese un erudito fantasma. O los personajes que José María de Loma caza por la calle en forma de verso suelto al que coserle el dobladillo, o Javier Rioyo que mira el fondo de la memoria de los olvidados en busca de un documental. Y por supuesto Vicent a que ayer le leí que José Maldonado, el último presidente de la Segunda República en el exilio «se movía con modales antiguos, de aromática cortesía masónica, esencia de un frasco que se rompió en 1936». Por estas letras y las de arriba me hice militante de este patricio león de ojos verdes, al que hoy le siento en mitad de su desayuno para que se olviden del ruido de tormenta de las banderas que se inflaman de cruzada. Podía haberles escrito a ustedes acerca del beso cuyo deseo no se produce si no se alcanza antes un acuerdo con el olfato, y de lo bien que nos sienta activar los 30 músculos faciales, 17 de los relacionados con la lengua, por eso de que ayer lo celebramos, conviene recordar a importancia de que fuese, igual que la cultura, un goce diario. O de la gente que paga más del sueldo, que muy pocos, cobran de un mes para contemplar a solas Las Meninas en El Prado. Preferí hacerlo sobre un maestro, un colega, porque es necesario admirar de dónde venimos, y por qué elegimos que el lenguaje y la mirada sea una identidad, un estilo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es

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