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Cartas al director

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'Disneylandia', por Antonio Soler Arias

Mis amigos no me creen cuando les digo que yo vivía en Disneylandia. Y yo les entiendo, que conste. Pero no les estoy mintiendo.

Si uno se pone a mirar con detenimiento cómo se vive y se transita hoy por las calles del Centro, se da cuenta de que ya no es simplemente una ciudad. Se ha ido convirtiendo, la hemos ido convirtiendo, en las calles principales de un fastuoso parque de atracciones. Y parece que no somos conscientes.

Nadie puede negar que hacía falta una transformación. Que Málaga no podía seguir siendo aquella ciudad con un Centro Histórico que daba miedo según por qué calle fueras. Todavía recuerdo a mi madre con el paso apresurado por calle San Juan cuando los comercios cerraban. O diciéndole al taxista: «Espere un minuto a que entre, por favor», cuando nos dejaba en la esquina de nuestro edificio. Aquello daba miedo: las callejuelas del entorno de calle Camas (calle Agujero, calle Marqués…) eran un pequeño laberinto de calles anaranjadas en la noche, repleto de casas ruinosas donde muchos tiraban su vida entre pinchazo y pinchazo. Y yo todavía lo recuerdo.

Ahora todo es irreconocible. A mucho mejor sin duda. Y aunque haya mejorado no quiere decir que sea bueno. Porque mejor no significa bueno, sólo significa que lo otro era peor. Concretamente me refiero, al hilo de lo dicho anteriormente, a la llamada plaza de Camas, porque nadie la conoce por su nombre y muchos, incluso, ni lo saben. Una plaza perfecta para el entretiempo y las últimas horas del día, pero que se vuelve bastante inhóspita en cuanto las temperaturas suben algunos grados y uno se da cuenta de que no hay ni una sombra y que sobre su alargada y blanca pérgola solo subsiste, a duras penas, algún hilo verde de vida sin esperanza. No hay Dios que haga vida en esa plaza. Y no se dejen engañar por las nuevas terrazas que han abierto porque allí sí que tienen toldos. Me refiero a la plaza en sí misma. Inhóspita y hostil.

Pero volvamos a Disneylandia. Porque nadie me cree cuando se lo digo y les aseguro que yo no les miento. Durante muchos años he vivido en las calles del Centro y he visto cómo ha ido cambiando. Cierra una mercería, se abre un bar. Cierra una panadería, se abre un restaurante. Rehabilitamos un edificio, se abre un bar. Se levanta un edificio, se abre un restaurante. O una tienda para turistas. Ad infinitum.

¿Y lo vecinos? Pues meros observadores de una transformación tan rápida como inasumible. Donde se priorizan las terrazas a los paseos y crecen las mesas como setas en mitad de las calles.

A veces, paseando por calle Larios, voy pensando en que nos vamos pareciendo a aquellos trabajadores que están en la entrada de las atracciones, con la sonrisa impuesta y la amabilidad fingida. Y pienso que al terminar habré de salir del recinto camino a mi casa, que ya no está en las calles donde me crié y que cada vez, cosas de precios, tendrá que estar más lejos. Porque yo tuve que dejar de vivir la ciudad para que otros puedan exprimirla. Quién lo hubiera dicho hace tan sólo 25 años cuando la gente también se iba del Centro, aunque por distintos motivos.

Porque a todos nos gusta pasar unos días Disneylandia, pero a nadie le gusta vivir en ella.

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