Muy a lo lejos, en un periodo ya oculto por los años y la modernidad, ajeno casi a los linderos del recuerdo, quedó esa época en la que los primeros puestos en la tabla de objetos infantiles que provocaban el afloramiento de acciones de responsabilidad civil contra los padres dejaron de ser el balón de reglamento y los petardos. La cosa, por regla general, se limitaba a pagar la luna de un escaparate o los daños clínicos que pudiera ocasionar un susto o un tropezón. Hoy por hoy, sin embargo, podemos afirmar, con total rotundidad, que ese punto retro y claramente iconográfico en el que Zipi y Zape rompían una cristalera de un pelotazo pasó a la historia. Y si, después de este rápido vistazo por las reminiscencias del pasado, viramos la mirada a nuestro particular momento presente, nos daremos cuenta de que la realidad de esta mayoría de edad por la que ya deambula el efecto 2.000 es bien distinta. El teléfono móvil, en manos de un menor, como arma de responsabilidad masiva, destrona con creces a sus más directos contrincantes de otras décadas. Ni que decir tiene que, sin necesidad de remontarnos a la época de los chiquillos de Josep Escobar, los maduros habitantes de nuestros días también tenemos que hacer un considerable esfuerzo mental para recordar esa línea temporal en la que un teléfono móvil era simplemente eso, un teléfono. Pero todo evoluciona, siempre a más, y, en ocasiones, la inercia vital y sus avances se suceden tan deprisa que ni siquiera somos conscientes de que lo que ponemos en manos de nuestros hijos bajo el nombre de teléfono son, en realidad, pequeños ordenadores con una puerta abierta a internet, esto es, al mundo entero. En ocasiones, estos dispositivos se regalan a los menores sin más, a fin de acallar las bocas que solicitan repetidamente un mero capricho. Otras, el ponerlos a su disposición se debe, únicamente, a una necesidad de control por parte de los padres respecto de aquellos adolescentes que comienzan a hacerse al mundo. En cualquier caso, lo que resulta más que evidente es que muchos progenitores funcionan con la acepción 'teléfono' mientras sus hijos comprenden, entienden, manejan y evolucionan con el concepto 'ordenador', por no hablar de la cámara de fotos. Y así, si uno, más allá del control parental que limite las cancelas de internet a sitios poco apropiados, no controla, teléfono en mano, el dispositivo de su hijo, es posible que, sin darse cuenta, sea totalmente ajeno a que en el almacenamiento interno y múltiples chats de mensajería instantánea de su pipiolo puedan hallarse las iconográficas lindezas del negro de whatsapp; así como las fotos de su compañero Manolito, menor de edad, vomitando, después de que le diera la pájara en Educación Física, o las de las bragas de Mari Pili, también menor de edad, cuando resbaló en la fuente, o las del culo de Pepón, de aquella vez que hizo un calvo al equipo contrario, o las del mohín que le robaron a la profesora de lengua y con el que, parece ser, se ha hecho un sticker que rueda y rueda sin su consentimiento por todos los grupos de whatsapp del colegio. Y es entonces cuando, de repente, a falta de ese control y de la debida educación de lo que un menor puede y no puede hacer con su dispositivo, su cámara de fotos, sus chats, sus audios, sus stickers y su madre del cordero, sin esperarlo, unos padres totalmente bienintencionados, correctos y responsables, reciben la visita en su domicilio de un señor que dice ser funcionario del cuerpo de Auxilio Judicial y que les notifica la denuncia o la demanda de tales padres o de tal profesor porque, por ejemplo, parece ser, que su hijo ha abierto una cuenta falsa en facebook en la que, con una fotografía ajena, se le ha ocurrido referenciar, para hacer la gracia, que la ocupación del agraviado, profesor o compañero, es sodomizar cabras, un poner. Y es ahora, con los ojos muy abiertos, sin saber por dónde te llegan los palos, cuando te cuestionas, tarde, todo lo que tenías que haber controlado a su tiempo. Es ahora cuando te sientas y lloras. Y es sólo ahora, al final, cuando realmente lo entiendes.