"Dime de qué presumes y te dirá de qué careces", señala el dicho popular. El virus coronado que nos acorrala está mostrando nuestra absoluta debilidad, nuestra fragilidad.

Más de un mes encerrados en nuestros hogares, manteniéndonos a distancia de familiares, amigos y compañeros, destruidos cientos de millones de trabajos en todo el mundo, asustados y llenos de miedo, seguimos sufriendo el ataque del más ¿inocente? de los seres vivos. En este planeta con gobiernos de bravucones como Donald Trump, Vladimir Putin, Rodrigo Duterte, Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Boris Johnson, Víktor Orbán€ hasta el "desaparecido" Daniel Ortega, o políticos como el diputado Francisco Javier Ortega SmithMolina, un diminuto virus, quizá el más mínimo organismo vivo, nos está poniendo contra las cuerdas.

Y no ha salido de un gran despacho, de un ampuloso palacio o un depósito de misiles. Ha emergido en un recóndito lugar chino cuyo nombre no había oído ni el 99 por ciento de los habitantes de la Tierra. Tampoco parece que tuviese muchos seguidores, ni "células durmientes", arsenal secreto. Él mismo es más peligroso que las buscadas por George Bush y otros dirigentes occidentales "armas de destrucción masiva". Y si no se encuentra pronto un antídoto, puede originar un verdadero cambio en la Naturaleza. Ha demostrado que somos increíblemente vulnerables. Y que imaginamos enemigos exteriores cuando el atacante puede estar dentro. Todo indica que la guerra de las galaxias está lejos y que debemos enfocar la investigación hacia nuestra propia naturaleza. Ha levantado la incertidumbre de nuestro inmediato futuro. Si podemos seguir así, si debemos continuar en esta situación dudosa. Y produce una desconfianza que pone en cuestión convicciones políticas, económicas, sociales, ideológicas, vitales. Los ciudadanos confinados discurrimos, cavilamos, pensamos. Y podemos sacar deducciones que nos inclinen a cambiar el sentido de nuestras trayectorias.

Fuera de demagogias, de seguimientos, de sentimientos, los sufrientes domiciliados vamos, tras semanas sin salir de casa, dándole vueltas a la cabeza, dándonos cuenta de que dependemos de muchas circunstancias ajenas a nuestra voluntad, a nuestro imaginario, al sentido de la vida, a nuestra dirección vital.

Quizá este mal virus nos haga cambiar, nos haga más solidarios, haga que nos impliquemos más en la vida que tenemos alrededor. Que la previsible visión de que sea contaminante el que nos cruzamos en el camino, tras la desconfinación, nos haga comprender que ha sido víctima como nosotros de una peligrosa enfermedad. Una enfermedad letal que no distingue ideologías, clases sociales, creencias, sexos, que las escasas diferencias entre las personas es la constitución personal y algunas otras características somáticas. Somos tan débiles, tan frágiles, que a pesar de la extensión de la muerte por todo el orbe, seguimos discutiendo sobre sistemas sanitarios, sobre medidas y aportaciones para combatir el mal en vez de aunar fuerzas, científicas, económicas y políticas para conseguir erradicar el invisible microorganismo que demuestra nuestras carencias y nuestro desequilibrio respecto a la Naturaleza.

Será un panorama más "limpio" que el que mostraban las terribles imágenes filmadas por Javier Aguirresarobe para la película "The road" (La carretera) con la que compitió en los Oscar John Hillcoat hace diez años. Pero es de esperar que la prueba a la que nos somete el COVID-19 tenga otra salida que la presentada por Luis Buñuel hace casi sesenta años en "El ángel exterminador". Otro español exiliado en México, Santiago Genovés, organizador de la travesía de la balsa Acali, estudió el comportamiento humano en situación límite durante los 101 que duró el viaje transoceánico entre Canarias y la costa americana. El experimento parecía ya olvidado, así como la doble salida de la fiesta relatada por el cineasta surrealista. Aunque este coronavirus muestra hoy nuestra absurda prepotencia frente al planeta. Y anuncia una catarsis emocional. ¡Qué fragilidad!