Opinión | Mis días marinos

De corazón a corazón

De corazón a corazón

De corazón a corazón / Mariano Vergara

Cuenta sir Roger Scruton, el padre del pensamiento conservador contemporáneo, que las palabras que dan título a estas líneas están contenidas en la presentación que Beethoven hizo de su impresionante Missa solemnis para explicar el sentido con el que había de ser escuchada dicha obra. No resulta extraña esta afirmación en alguien para quien la pasión en el arte iba paralela a su genio. Es así también como van a ser escritas estas líneas, o al menos es la intención, de corazón a corazón, en el delicado y frágil equilibrio en el que se balancean nuestras vidas en estos tiempos, colgadas de una tela de araña, que puede romperse en cualquier momento y caer al oscuro vacío de lo insondable. Porque estos días de Semana Santa, que aparentemente iban a estar huecos y muertos, se han visto consolados, confortados y hasta fortalecidos por el calor, la necesidad de ternura, la sensibilidad a flor de piel que acarrean a nuestra existencia la enfermedad, la distancia, la inexistencia de contacto físico, que se ha visto suplida por la humana tendencia a la elevación, por el deseo irrefrenable de crear belleza, por la espiritual afección a la trascendencia. Tal ha sido la proliferación de actos, ceremonias, conciertos y montajes de verdaderas arquitecturas efímeras en las diferentes hermandades, que el anunciado vacío se ha visto colmado con creces.

Ciudad del Paraíso Gestión Cultural ha llevado a cabo un ciclo de conciertos de música procesional, que, con el título de «Málaga suena en Semana Santa» y con la inestimable colaboración del Área de Cultura del Ayuntamiento de la ciudad, se ha celebrado en la terraza de la cofradía del Sepulcro y en la del Palacio Episcopal, actual - y esperemos que por mucho tiempo - sede del Centro Cultural Fundación Unicaja. La versatilidad y belleza del paisaje urbano que rodea ambos edificios han permitido que dichos conciertos se hayan convertido en bellísimos escenarios operísticos. Las agrupaciones musicales que han participado han sido el Escuadrón de Clarines y Timbales de la Victoria, la Banda de Cornetas y Tambores del Real Cuerpo de Bomberos, la Banda de Cornetas y Tambores de Nuestro Padre Jesús Cautivo, la Banda de Música «Maestro Eloy García» de la Archicofradía de la Expiración, la Agrupación Musical San Lorenzo Mártir y la Banda de Música de la Paz, que cerró el ciclo con el Poema Sinfónico de la Semana Santa malagueña obra de Perfecto Artola. Hasta aquí lo que podría ser una simple reseña de un ciclo de música cualquiera. Pero el trasfondo, la enjundia, el sabor y estilo, la clase y hasta la espiritualidad que han salido a relucir en los atardeceres malagueños en la Plaza del Obispo merecen un comentario especial.

Cuando Juan Carlos Estrada me propuso llevar la música a las alturas y transmitirlo por las redes, para evitar los contagios, pensamos en una simple cuestión de logística. La primera prueba de ello es que los escenarios en los que iban a celebrarse las sesiones de media hora pronto quedaron olvidados en el proyecto, porque nos dimos cuenta de que la elevación de la música a las alturas tenía también otro significado más profundo y ello requería otro marco, nunca mejor dicho, incomparable. De ahí surgió la celebración en la Fundación Unicaja, con el decorado inigualable de la fachada principal de la Catedral como fondo de escenario y caja acústica, solamente comparable a la Arena de Verona, o las Termas de Caracalla. Y ello ha influido en los músicos, que a la calidad que atesoran han unido el hecho de constatar que estaban actuando en un lugar especial, en el que la torre única de la inacabada Catedral se viene literalmente encima en un delirio de hermosas columnas estriadas, mármoles de colores y capiteles corintios a la altura de la mano. Un lugar así, una música así y unas circunstancias como las que vivimos actualmente en que la emoción se desborda por cualquier hecho nimio, dada nuestro estado anímico feble, han hecho que cada tarde haya tenido lugar allí, coincidiendo con los mágicos ocasos de la primavera malagueña, que convierte en oro la piedra de los muros catedralicios, una verdadera experiencia religiosa. El irónico y estirado Scruton, en su cálida visión del arte, establecía un paralelismo entre éste y la religión, porque en ninguna de ambos manifestaciones cabía la falsedad, si querían ser verdaderos. Y el arte, especialmente la música, si la interpretación es verdadera, se convierte en una experiencia espiritual, independientemente de la creencia o increencia de intérpretes y espectadores. He visto chicos como castillos bajar las escaleras del Palacio, portando sus instrumentos, que incluso en un estado regular de conservación encierran una mágica belleza, conteniendo las lágrimas de la emoción, o sin contenerlas cuando al llegar a la plaza eran recibidos con ovaciones por el público, sentado en las terrazas de los bares, o en el mismo suelo, que había asistido abajo, guardando las distancias, con sus mascarillas de rigor y con la misma unción que los músicos arriba en una perfecta simbiosis de emociones ante la belleza. Y ese mismo público era el que, cuando al final del concierto cada tarde, al interpretarse el Himno Nacional, que continúa estúpidamente sin letra, no entonaba el “chunta, chunta” de los partidos de futbol, sino que desde el comienzo hasta el final ovacionaban calurosamente las notas del mismo. Porque como ya he escrito en más de una ocasión, la gente, que diría un personaje grotesco felizmente en el ocaso de su aventura económico-política, las personas, que decimos los demás, tienen necesidad del rito, de las formas solemnes, de la belleza de la representación de unos ideales por los que luchar y vivir. No morir, vivir, con sus familias, sus amigos, sus creencias, sus vivencias y sus recuerdos, que no otra cosa es la Patria, la tierra donde vivimos y donde descansan nuestros padres. Y eso merece un respeto imponente. Más aún si una inmensa minoría de la ciudad, que llega a los ochenta mil cofrades, aman el solemne ritual de los cánones establecidos desde hace quinientos años en muchos casos y exigen con toda la razón del mundo el respeto a una historia, a unas creencias, a unos principios y a unas formas, teniendo en cuenta además desde un punto de vista más prosaico, la ingente aportación económica que ingresan a las arcas de la ciudad y las consecuencias de su no aportación como ocurre desde hace dos años. Que es similar a lo que se ha dado en llamar la masificación turística, cuya desaparición ha traído consigo de forma fulminante la ruina de una ciudad, cuya situación económica era boyante antes de que comenzara esta pesadilla.

Y esto se une al desprecio que tantos personajes del llamado mundo cultural manifiestan hacia la Semana Santa, comprensible solo desde la ignorancia, el desconocimiento y, en muchos casos, el rencor. Lo que uno ha aprendido estos días es que en Málaga hay cerca de tres mil jóvenes de ambos sexos y muchos no tan jóvenes, en veinte Bandas, que viven la música y el aprendizaje de un instrumento con una pasión que ni los propios estudiantes del Conservatorio Superior de Música parecen sentir, a tenor de una reciente encuesta llevada a cabo en ese centro. Hace unos años un padre de un chico que toca en una de las Bandas que han actuado estos días, me pedía tres mil euros para comprarle una tuba a “su chiquillo”. Y esos chiquillos, algunos de dos metros, cuidan sus instrumentos y sus trajes y llevan zapatos negros relucientes y se toman su afición tan seriamente, que dedican su tiempo libre a ensayar, algunos recorriendo tan largas distancias como de Linares hasta aquí. Y son chicos que de no estar en una banda, no sé a qué dedicarían su tiempo libre, con lo que la función social del arte de la que hablaba Arnold Hauser, tan superado según muchos, se cumple a la perfección. Porque ni uno solo de ellos es profesional. Mi amigo Ramón, que ha estado de contable más de veinte años en nuestro despacho, continúa en su Banda y sus hijos han seguido su estela. Y eso es civilización, occidental que diría Scruton, puesto que para él la una es sinónimo de la otra, entendiendo como tal la interconexión entre las personas que viven en comunidad de intereses, creencias y afectos, capaz de integrar de forma comprensiva cualquier otra manifestación cultural que no atente contra su propia existencia.

¿Cómo es posible la escasez de ayudas a las agrupaciones musicales de Málaga mientras el dinero público, o privado se dedica a menesteres francamente prescindibles? ¿O por qué razón se discrimina ostensiblemente a unos y a otros? ¿Cuál es la razón de la falta de sensibilidad y hasta el desprecio de algunos «cultos» hacia unas personas e instituciones, que merecen todo el respeto del mundo? ¿Influye mucho el hecho de que sean católicos? ¿Hace algo la Consejería de Cultura al respecto? ¿Y la Agrupación de Cofradías? ¿Saben al menos que las Bandas llevan dos años sin actuar y alguna de renombre no ha podido participar en el ciclo por falta de ensayos? ¿Saben ustedes los lugares donde ensayan las Bandas y los horarios a que tienen que someterse? Descubrir todo esto durante estas tardes en las que a la vez que escuchábamos música, más o menos hermosa, uno pensaba y reflexionaba en que, naturalmente, el mundo cofrade tiene muchas faltas, muchos egos injustificados, mucho de escala social ascendente, mucho de envidias y rencores, pero hay también un fondo que constituye el sustrato en el que se planta la semilla de cientos de jóvenes que aman la música apasionadamente, su música, que es tan respetable, si no más, que la que disparatadamente apuntan al parecer algunos profesores de Oxford, llevados por la censura de la corrección política. Parece que las columnas del templo se tambalean.

Ir al Santiago en Semana Santa también es un rito. Hacerlo acompañado de un amigo con sus dos hijos pequeños, que siguen la tradición estrictamente, es una alegría porque la continuidad está asegurada a pesar del miedo de muchos al futuro. Cuando bajamos del Palacio, el cielo de terral de uno de esos atardeceres primaverales de Málaga ofrecía un azul tan profundo, tan limpio, tan intenso, tan brillante que uno se imaginaba que así debía ser el color de los ojos de Dios al contemplar su obra el Séptimo Día antes de descansar. Aquello estaba bien hecho y era bueno.