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ENTRE EL SOL Y LA SAL

Javier Muriel

El despertador

Para mí, por ahora, y hasta nuevo aviso, el verano acaba con mi primer cocido. Ese caldo de magma volcánico, con su tocino y su pringá criados en el desierto de Death Valley, con sus garbanzos puestos en remojo en las simas de Mordor

El despertador

Siempre me he preguntado en qué momento acaba exactamente el verano. Pero no me refiero a una fecha oficial, tampoco a cuándo lo decide El Corte Inglés. Una vez un graciosillo me dijo que el verano acaba cuando comienza el otoño, y lo mandé a tomar por donde tienen la gracia las avispas. El asunto no es baladí. Tampoco unánime.

Más bien pienso en el concepto, en el instante exacto en que algo, eso es lo que busco, te da a entender que lo bueno terminó, todo adopta un tono gris plomizo, como de la peli Seven, y en tu cabeza suena Amor de verano del Dúo Dinámico. Hay quien me dice que el verano no acaba hasta que no se hace el cambio de armarios, otros me apuntan que el verano termina cuando empiezan los colegios, cuando se abarata el peaje, o incluso al ver el primer anuncio de juguetes. Visto a sensu contrario, he oído hablar de gente cuyo verano no empezaba hasta que pasaban avionetas por la playa tirando balones de Nivea y paracaidistas de juguete. Mi buena amiga, Rocío Pérez, me sugiere que su verano fenece cuando tiene que poner de nuevo el despertador; la cual es una imagen bastante ilustrativa que se acerca brillantemente a la verdad. Para los periodistas acaba cuando regresan los parlamentarios, para los futboleros cuando vuelve la liga, para los hosteleros cuando baja el turismo, para los profesores cuando empieza el chillerio, y para los políticos acaba cuando, cuando… en este caso mejor dejar el tema, que me estimo en lo que valgo y no quiero degenerar, que diría Javier Krahe.

Para mí, por ahora, y hasta nuevo aviso, el verano acaba con mi primer cocido. Ese caldo de magma volcánico, con su tocino y su pringá criados en el desierto de Death Valley, con sus garbanzos puestos en remojo en las simas de Mordor. Todo más caliente que un balonazo en la oreja. Con un Mikasa, en pleno invierno. Ese, y no otro, el cocido es el velatorio del estío. La antesala del pantalón de pana y los gayumbos de cuello de vuelto. Supongo, es lo suyo, que el instante que busco cambia con los años como mutan las necesidades y las circunstancias. De pequeño mi verano terminaba cuando volvíamos a Granada. Adiós bañador paquetero, hola jersey de lana. Conozco hasta para quien los recuerdos de su infancia son un patio de Sevilla. Hay gente pa tó.

Por el norte el asunto es más difuso. No sufren nuestra brusquedad meteorológica. Para ellos el punto de inflexión es, aún si cabe, más difícil de delimitar. Cabe preguntarse entonces si el verano es una estación, una temperatura, un periodo vacacional o un estado mental. Pues es todos y ninguno. En todos, absolutamente todos, los anuncios de mega botes de la lotería aparecen playas paradisiacas, cocteles excesivos y variopintos lujos mundanos. Es decir, para los publicistas el verano es sinónimo de riqueza para tocarse los lereles a dos manos al solecito. No he visto anuncios de lotería en los que salga un flamante ganador cavando zanjas en Covarrubias a las siete de la mañana bajo un aguacero helador. El verano y la opulencia son, para la mayoría, lo que viene siendo lo contrario al trabajo.

1 de septiembre, vuelta al trabajo. Las redes se llenan de gente quejándose amargamente de que su verano terminó y toca volver al tajo. Esto, que tiene una lógica parte humana de autocompasión y de reír por no llorar, es un insulto para los miles de españoles que perdieron su puesto de trabajo durante la pandemia, y los que lo van a perder, porque hay demasiadas familias cansadas de no hacer nada por obligación, angustiadas porque pasan los días sin importar si es verano o invierno, que no podrán hacer cambio de armarios, ni comprar juguetes, ni comerse un cocido.

Cuánta razón tiene mi amiga Rocío. Benditos los que pueden volver a poner el despertador.

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