Opinión | DE BUENA TINTA

Entretiempo

La trama del denominado entretiempo comienza a enseñar sus orejas tras la maleza alrededor de las calendas del mes de septiembre: un tramo del almanaque donde el espíritu del verano se va difuminando pero el otoño aún no llega, un remanso de lo desapasionado, la hora del letargo, el templo moribundo de los tibios que posicionan un pie a cada lado de la línea roja que marca lo fronterizo. Esos tibios que jamás llegarán a ser ni genios, ni santos, ni héroes, porque a los tibios, nos dirá el Apocalipsis, los vomitará Dios por su boca.

El entretiempo bebe de las fuentes que preavisan la llegada a los jardines del ocaso, y esconde entre sus manos de prestidigitador innumerables prendas con múltiples diminutivos, chaquetitas o rebequitas, porque, como ustedes saben, por la noche refresca. Pero el mundo siempre ha ocultado sus mayores tesoros de grandeza a aquellos que perduran sin posicionarse, sin saltar a la cancha del riesgo, buscando sólo la tibia, me repito, seguridad de ese entretiempo donde, por omisión, nada emociona, porque no hace ni frío ni calor.

Vivimos, o sobrevivimos, en definitiva, en aras de una época en la que lo tibio y lo políticamente correcto se talla como obligatorio decreto de inercias sobre las losas de piedra que inmovilizan nuestra lengua y nuestra libertad. Tan es así, que, sin necesidad de ser taurinos, vivimos capeando, aquí y allá, y driblamos cada pronunciamiento bajo las suaves luces de todo aquello que se espera que digamos, sintamos y vivamos. Como aquellas cucarachas del anuncio publicitario que, sin más, nacen, crecen, se reproducen y mueren.

En cualquier caso, no se vayan a creer que esto es nuevo. Ya lo cantaba Serrat, a voz quebrada, desde la mención de aquel pueblo blanco que, hoy por hoy, todavía perdura dentro de cada uno de nosotros: «Por sus callejas de polvo y piedra, por no pasar ni pasó la guerra, sólo el olvido camina lento, bordeando esa cañada donde no crece una flor, ni trashuma un pastor».

Y así, «pasito a pasito, suave, suavecito», es como ese eterno sosiego del otoño, ajeno a los altibajos y a todo enfrentamiento que no esté milimétricamente controlado, vive instalado también en los rediles de la alta política, sus discursos, sus maniobras y sus inercias de libro donde tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando. Una clase política, la nuestra, donde todas las siglas se funden cuando alcanzan el escaño para terminar acrecentando la tripa del mismo becerro de oro de siempre, haciendo oficio, beneficio y paga vitalicia de aquello que sólo debiera ser concebido como una vocación temporal de servicio y mejora de la ciudadanía y del país.

Pero, con todo, tenemos lo que nos merecemos: ciudadanos tibios, políticos tibios. Ni blanco ni negro, sino todo lo contrario. Ya saben, y si no lo saben se lo digo yo, que el último estadista apareció apuñalado en un contenedor con una Constitución enrollada e introducida por el ojo que no tiene niña, mientras que, en su lugar, se situaba una nueva figura: el político. Así los clavaba la distinción del ojo clínico de Bismarck: «Mientras que el estadista piensa en la próxima generación, el político piensa en la próxima elección».

Horizontes, como digo, de tibieza y de entretiempo. Nos mojamos los pies en la orillita, sin zambullirnos ante la inconmensurable grandeza del océano que es la vida, y arribamos a la vejez sin apenas cicatrices, echando en falta palabras que no dijimos, amores que no sentimos y riesgos que no corrimos. También el perdón se apestilla, para no correr riesgos, y medimos cada palabra, la acotamos y la pulimos hasta llegar a extirpar el corazón de aquello que verdaderamente queríamos decir y que en nada se parece a lo que finalmente estamos diciendo. Nos parecemos más a nuestro silencio y a nuestra sombra que a nuestras palabras y a nuestro espejo. Y todo ello transcurre y nos acontece con las manos limpias, mientras toda la suciedad y la indignación por la gran desvergüenza del mundo transcurre frente a nosotros y ante la gran pantalla de nuestro salón sin más crítica que la emitida en los estrados de las redes sociales. Sin llegar siquiera a darnos realmente cuenta de que, al cabo de los años, quizá seguimos viviendo igual que siempre: tranquilos, impolutos, a lo nuestro, tibios.