Opinión | DE BUENA TINTA

Somos el ocio

En esta sociedad de lo práctico, de lo eficiente, de lo cuantificable y de lo monetario, proliferan como churros las titulaciones universitarias y los estudios avanzados, pero seguimos respondiendo con más simplicidad que nunca a la pregunta sobre el ser que tanto ha cuestionado a filosofías y religiones

Imagen de la playas de la capital

Imagen de la playas de la capital / GREGORIO MARRERO

El verano es un gran espejo para aquellos privilegiados que podemos identificar el periodo estival con los tramos vacacionales. El tiempo ordinario, que diría la Sagrada Liturgia, también se alza como estampa nuestra, pero, si lo piensan, puede que no siempre nos configure tanto.

Incluso refiriéndonos a esa parte de la ciudadanía que disfruta las mieles de un empleo seguro, estable, bien pagado y totalmente vocacional, bien podríamos decir que, al fin y al cabo, la obligación, aún con gusto, por obligación se hace y, por encima de todo, la olla de la casa tiene que arder, aunque sea, como diría Cervantes, “con algo más de vaca que carnero”.

Y es que, en definitiva: siempre subsistirá el interrogante de qué es lo que yo haría, esto es, quién sería yo, si las expectativas laborales no tuviera que cubrirlas. Es por eso y no por otra cosa que en aquella canción del Perales donde el enamorado de la friendzone acribillaba a su amada con mil y un interrogantes acerca del personaje que le había robado el corazón, la pregunta más inteligente que le lanzaba en el estribillo era la de “¿a qué dedica el tiempo libre?”.

En esta sociedad de lo práctico, de lo eficiente, de lo cuantificable y de lo monetario, proliferan como churros las titulaciones universitarias y los estudios avanzados, pero seguimos respondiendo con más simplicidad que nunca a la pregunta sobre el ser que tanto ha cuestionado a filosofías y religiones. Y es que, si ustedes lo piensan, nos hemos limitado a enunciar nuestra profesión para responder de manera burda a la eterna pretensión sobre el “quién soy”: triste reduccionismo, simpleza de simplones, cruel hachazo a tantos tomos de metafísica que habrán de echarse a perder en los anaqueles del recuerdo.

Con todo, no me cabe duda alguna de que no es lo mismo ser narcotraficante, vendedor de zapatos, abogado, electricista o conductor de autobuses, podrían ustedes replicarme. Evidentemente, también sería burdo sugerir que diera lo mismo el modo en el que cada cual se gane la vida. Pero bien es verdad que es el tiempo libre, el tiempo sin nudos y sin obligaciones salariales, el que también dibuja al ser humano en su plena voluntad de hacer: el ocio y las vacaciones, al igual que el trabajo, dicen mucho más que algo sobre nosotros.

Así, es en verano donde los amores estivales surgidos de la puntualidad pugnan por anclarse en la rutina que ha de sobrevenirles en septiembre; en verano planificamos las rutas con reservas y cuadrantes o, por el contrario, nos dejamos llevar con la mochila allá donde nos conduzca el camino; en verano nos trasladamos hacia lo excepcional o, simplemente, nos retenemos en nuestros propios espacios para no hacer nada; es en verano cuando veremos a Casiopea, Cefeo, el Cisne, el Dragón y las dos Osas o, bien seguiremos mirando al cielo sin descubrir nada; es durante las vacaciones de verano cuando bailamos a lo Dirty Dancing o a lo Paquito, el chocolatero; como también es a lomos del verano cuando se sucede el tramo en el que acontecen las grandes despedidas que, en el más azul de todos, nos cantaba el Dúo dinámico: “El final del verano llegó, y tú partirás”.

Postales y recuerdos quedarán en las cajas de la memoria para aflorar cuando menos se las espere, como esas pequeñas cosas de Serrat que se presentan “en un rincón, en un papel o en un cajón” para hacernos llorar cuando nadie nos ve.

Pero es también durante el verano cuando se suceden las opciones por el compromiso gratuito hacia los otros, que, como siempre, implica la cesión generosa del tiempo en proyectos solidarios, o bien, la sin duda legítima alternativa de limitarse a observar y adorar el ombligo propio para verlas no más que venir al son del yo, mi, me, conmigo.

Y es que, tal que así, desde mi humilde sentir, calibrando la calidad de las vivencias que ya va atesorando uno sobre los hombros, bien me pareciera que, posiblemente, cuando la vida nos deje sentados en una silla tras haber vivido una pila de años, los acontecimientos que se sucedan a través de la cinematografía de la memoria que nos reste tengan más que ver con lo que fuimos en verano que con las duras rutinas impuestas del invierno.

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