Opinión | De buena tinta

Dios es inevitable

Desde que alzó los ojos al cielo, el ser humano tiene necesidad de conocer lo más hondo de todas las cosas. Así lo refirió Aristóteles al comienzo de su Metafísica: «Todos los hombres desean, por necesidad, saber».

El conocimiento, por tanto, se configura como una dimensión propiamente humana: la dimensión científica o epistemológica del hombre. Una dimensión que, conforme a la graduación de Platón, está por encima de la mera opinión.

Por eso, para llegar a la más alta cima del conocimiento, el ser humano se ha dotado de sistemas, esto es, conjuntos ordenados, completos y coherentes que permiten la escalada hacia el saber. En estos conjuntos, cada pieza está conectada de manera inmediata con la siguiente, a fin de que ese todo armónico otorgue respuestas a los interrogantes que el sistema plantee. Y para ello, evidentemente, el sistema tiene que ser completo y continuo, de manera que no existan simas ni vacíos en la concatenación de causas intermedias que lo conformen.

Sin embargo, fue un primer elemento de prejuicio el que dio a entender que, si todo el engarce del saber ha de ser continuo y sin fisuras, el conocimiento de lo material debería de estar sustentado en causas materiales, momento en el cual la ciencia empírica se cerró a la trascendencia, evitando así todo engarce causal que no fuera propiamente científico.

Sin embargo, frente a este aparente endiosamiento de la razón, se hace necesario recordar la irremediable crisis de la discontinuidad, que trajo consigo el siglo XIX: un momento en el cual la ciencia reconoció que ninguno de sus ámbitos daba solución a los grandes problemas del fundamento. Así, ni la física era capaz de explicar la unificación de todas las fuerzas sin recurrir, inevitablemente, a una misteriosa fuerza ordenadora, ni la biología abarcaba todos los misterios de la biosfera a través de la teoría de la evolución, que se quedaba desnuda frente a multitud de saltos cualitativos inexplicables y verificados en restos fósiles conectados por breves periodos de tiempo.

No en vano, el congreso Hilbertiano de París de 1900, convocante de los más destacados representantes de la lógica, la epistemología y la matemática, concluyó con el enterramiento de lo que había sido el sueño del racionalismo absoluto, pues no sólo no se pudo verificar la pretensión inicial de hallar un sistema axiomático completo puramente científico, sino que se llegó a demostrar formal y lógicamente que tal sistema es del todo imposible.

Por eso, Gödel afirma que ningún sistema axiomático completo puede sostener de las tres propiedades de lo científico: que sea completo, consistente y probable. O lo que es lo mismo: para fundamentar una ciencia, hemos de salir de ella.

La razón humana, en definitiva, es grande cuando reconoce que tiene un límite y que precisa, para su consistencia, principios necesarios que la sobrepasan. Y ello llevó a dos extremos del absurdo: el racionalismo absoluto, donde el hombre es Dios y no existe nada más allá de lo que la razón abarca; y el relativismo, donde el hombre no es nadie y todo es un caos no demostrable en el que cualquier principio se convierte en mero objeto de consumo, que será válido o no según la utilidad que cada cual le conceda.

En este marco, la fe deja de ser fe, tanto si se circunscribe a los linderos de lo racional como si se relativiza. La ética, por tanto, se identifica con lo legal y a lo permitido. Y por eso, el hombre de Nietzsche no tiene dignidad, pues no hay Dios, sólo hombres que se rigen por la fuerza.

Sin embargo, existe una tercera vía desde la cual es razonable creer, una tercera vía donde la razón, que se sabe limitada, se abre a la trascendencia y sobrepasa la tapadera irracional de la excusa conceptual e indefinible que llamamos azar: no hay azar, tan solo libertad o causalidad.

Y así, la razón, que precisa de fundamentos sólidos, se esponja, descubre y convoca a la fe como ligazón inseparable de ella misma, no como instrumento extrínseco, sino conformando dentro del sistema una discontinuidad continua que lo dota de sentido y lo sustenta para darnos a conocer todo el misterio infinito que, desde el principio, mucho antes del origen del universo, nos trasciende, nos sobrepasa y nos sostiene.

Por eso Dios no sólo existe, sino que es, irremediablemente, inevitable.