Opinión | Bajo el puente de hierro

Isabel y Pablo

Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso, en una imagen de archivo.

Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso, en una imagen de archivo. / DAVID CASTRO

Isabel Díaz Ayuso llamó a COPE como aludida. Me reconforta la idea de que la vida entera sea un plató de Sálvame. «No quiero amor. Que no quiero amor. Quiero estar tranquila, felicidad, comer bien y hacer deporte. Y ya», dijo Anabel Pantoja. Fue una lección de hondura. Desde luego, un brócoli da menos disgustos que un surfista. Ayuso defendió lo de su hermano. Lo hizo con ese borbotón monocorde que utilizan los adolescentes cuando exponen en clase. El ideal político es desvivirse por los demás. Una generosidad ciega. Una exquisita responsabilidad. La realidad es un salmorejo de interés, vanidad y pasión. Comisiones, traiciones y botes de crema. Nada más vulgar que la ambición, nada tan refinado como el fracaso. Anabel e Isabel comparten dos grandes talentos: El entusiasmo tenue, que es ese parecer que haces muchas cosas sin hacer demasiado, y el desahogo victimizado, un rasgo que siempre cae de pie frente al espectador. Una desvergüenza afectada, esa risa de ojos húmedos tan almodovariana.

Todos los amores son el mismo amor. Las penas lo son cada una a su manera. Pablo Casado siempre me recordó a ese niño trajeado que en las bodas mezcla en un vaso el culillo de los cubatas que los mayores han abandonado y lo comparte con su primos pequeños. Tiene viveza, aristas y una solemnidad impostada, valga la redundancia, que me resulta muy humana. Me cae bien, si es que esas cosas aún pueden decirse. Pablo le dijo a Herrera que una cosa es la legalidad y otra la ejemplaridad. Jurídicamente, deberían ser lo mismo. Lo público es solo una expansión de lo privado. Lo colectivo siempre es esclavo de lo individual. Somos personas, al fin y al cabo, no sé si es consuelo; y la arquitectura administrativa tiene cimientos blandos: Piel, corazón y bilis. Romantizar es un pecado, romantizar es un embuste con perifollos. Que dios me libre de los castos, que de los indecorosos ya me libraré yo.

«En este momento, la única autoridad que existe en el PSOE soy yo», grita mi amigo Luis al tercer chupito de tequila. Estuvo en Juventudes. Se salió o le echaron. Ni él se acuerda. Siempre estuvo cerca de entrar en alguna lista, pero al final siempre acababa tecleando. Los peñistas, decía, siempre le comían la tostada. De él aprendí la mejor definición que me han dado nunca de las canteras políticas: «Éramos como los pollitos de colores que los gitanos vendían en el mercadillo. Todos piando y apretujados en una caja de cartón hasta que un niño nos señalaba. Luego íbamos a su casa, nos manoseaban un rato, se aburrían de nosotros y terminábamos muriendo pronto en alguna esquina». En esto no hay ideologías. Todos los políticos no son iguales, pero los partidos sí que se parecen mucho unos a otros. Hace años que las siglas dejaron de ser fábricas de talento y se convirtieron en una Operación Triunfo de mercachifles, impostores y enterados. No les culpo. La política es un reflejo de la sociedad que la cobija. No son tiempos de pausa y verdad. Estamos a otras cosas. Del Sálvame aprendimos que la crudeza es fotogénica. Que la importancia de lo que se dice no es comparable con la importancia de cómo se dice. Que las respuestas simples, como los electroestimuladores abdominales de la teletienda, nos ahorran tiempo, esfuerzo y preocupaciones.

«Tu problema no soy yo, eres tú», le dijo Susana Díaz a Pedro Sánchez. Desde aquel divorcio televisado, no habíamos vivido nada como esto de Isabel y Pablo. «Discutir no es más que la necesidad imperiosa de definirse a uno mismo», escribió Rachel Cusk en ‘Despojos’. Sobre un matrimonio roto. Sobre extracciones de muelas y custodias compartidas. Con un PSOE agotado, con un Vox envalentonado, con un Ciudadanos semienterrado, el PP se lanza al despecho y al culebroneo. Amor de fotonovela. «Tú para mí solo una historia, un medio amor sin solución», como cantaba Iván. Sorprende la torpeza, la beligerancia, el exhibicionismo y la patraña. No creo que la lucha por el poder pueda explicarlo todo. Esto no es una película de Marvel. Las mejores historias están escritas con tintas sutiles. Envidias mal curadas, blandas venganzas, malos consejeros, inseguridades pueriles, sangres calientes y danzas gélidas.

La ciudadanía, a falta del polígrafo de Conchita, se aferra a la justicia, las urnas y la dignidad. Es nuestro futuro el que está en juego, aunque el tablero de nuestros políticos estén más cerca de la oca que del ajedrez. Yo creo en las instituciones y en la honradez de la mayoría de dirigentes. Soy así de pánfilo. Pero llevo demasiada televisión encima como para no adivinar sus torpezas, sus dudas y sus chapuzas. Ojalá mañana Ayuso contestándole a Casado lo que Belén Esteban le contestó a Aramis Fuster: «¿Que cuál es mi currículum? El cariño de toda esta gente. Cosa que tú no tienes». Solo así cerraremos el círculo y podremos volver al lujo del BOE, a la dulce cotidianidad plenaria, a esas cosas para las que se inventó la política. Escuchar, legislar, gestionar. Cuando dos gatos se pelean, como es el caso, son las ratas las que salen ganando.