Opinión | TRIBUNA

Girasoles de petróleo

El hombre masa, tal y como lo definió algún existencialista francés ebrio de amor, está rebajando su ‘cociente’ intelectual a unos niveles no vistos desde la Edad de Piedra

Estamos perdiendo el ‘cociente’ intelectual de manera dolorosa y además nos jactamos de ello impúdicamente en los espacios que conforman nuestra realidad cotidiana

Estamos perdiendo el ‘cociente’ intelectual de manera dolorosa y además nos jactamos de ello impúdicamente en los espacios que conforman nuestra realidad cotidiana / Shutterstock

Me gusta escuchar el rumor colectivo -el ‘jaleillo’ de fondo que suena en todas partes- . Esa suerte de ‘run run’ que emana de las aglomeraciones; una especie de motor social a ralentí que desde hace ya algún bienio, lustro o, en el peor de los casos, década; suena a ingeniería de ‘tartana’ gripada. Como un Land Rover viejo. El hombre masa, tal y como lo definió algún existencialista francés ebrio de amor, está rebajando su ‘cociente’ intelectual a unos niveles no vistos desde la Edad de Piedra. Cada vez somos más tontos y no lo digo yo, un periodista que habla tan gratuitamente; lo corrobora algún estudio científico de una conocida institución académica nórdica -lo podéis mirar por internet… contrastando fuentes, eso sí-, que apunta a que se nos plantea un escenario en el que las nuevas generaciones comienzan a ser menos inteligentes que sus antecesores. Se ve muy bien en los cargos públicos.

Esta es de las clásicas ‘tonterías’ contrastadas que se repiten una y mil veces en hilos de ‘WhatsApp’ y que conforman un discurso de caramelo para cuñados y yernos en las barbacoas que vendrán si no se acaba el mundo la semana que viene. Simplificados y ramplones, son mensajes que explotan como la pólvora movidos por el entusiasmo de los viernes por la mañana que son las antesalas de las depresiones del domingo. El susodicho estudio podría ser ese contenido informativo que no trasciende el estatus de anécdota hasta que pegas la oreja al ‘hombre masa’. Cuando digo pabellón auditivo, me refiero a la atención a los comentarios, opiniones, poses de redes sociales, charlas de esquina y café, conversaciones de cola de caja del Covirán del chino y otros muchos mentideros de esta naturaleza. No me queda más remedio que aseverar, confirmar, corroborar y ‘machimbrar’ que las conclusiones del trabajo de la Ragnar Frisch Centre for Economic Research (Noruega) -os acabo de dar la referencia- están en lo cierto.

La inteligencia del ‘homo sapiens’ no para de menguar y es un hecho que nos deja a los pies de los caballos como especie. Además lo hace a un ritmo frenético. Es una pena para nosotros mismos en estos días de chocolate con leche en la calle. No hace falta tener un doctorado ni contar con una cátedra para apreciarlo. Basta con dos ojos en la cara y un poco de sentido común. Estamos perdiendo el ‘cociente’ intelectual de manera dolorosa y además nos jactamos de ello impúdicamente en los espacios que conforman nuestra realidad cotidiana. Desde que llegó la pandemia, los lineales de los supermercados son el equivalente a las ‘barras de bar, vertederos de amor’ de la letra del conocido tema de Manolo García. Lo mismo nos da por arrasar con el papel higiénico -del culo-, que apurar las existencias de harina y levadura, que ponernos en la cola de la paella para recibir el plato de manos del alcalde. Todo esto es nada al lado de tener que cargar con un palé de aceite de girasol para… ¿para qué?; eso me pregunto yo; ¿para qué? Me entretengo leyendo y viendo este caos oleícola. Desde la pasada semana me he puesto al día con el potencial culinario de la semilla que va dentro del interior de las ‘pipas con sal’, que resulta que también sirve para freír, por ejemplo. Yo siempre me la he comido cruda. Los pasillos del Mercadona -product placement- son cajas de caudales en este nuevo maná dorado al sol cuyas botellas de plástico tintadas de amarillo crema se han convertido en el perverso objeto de deseo de los hombres y mujeres que han de forjar el destino de los nuevos gobernantes. «No hay para todos», nos repiten una y otra vez desde las cadenas de distribución y nosotros rezamos por las esquinas para que la última botella sea la nuestra. Debéis perdonar mi ignorancia y perplejidad pero para mi, que soy el autor de un relato ilustrado en el que se habla de la sencilla, onírica y fantástica existencia de una pequeña aceituna andaluza que, literalmente, entrega su vida para que podamos gozar de la grasa vegetal más deseada del mundo -aunque ahora parece que no era así-, esto me resulta un poco raro. El gusto por el girasol, pese a sus precios, no hace más que dar la razón al autor del estudio de la Ragnar Frisch Centre for Economic Research. En fin, ahí lo dejo.

Tampoco está la cosa para echar cohetes en la gasolineras. Se trata de otro de los puntos calientes del ‘nuevo orden mundial’ al que esperábamos llegar en un cuarto de siglo pero al que esta guerra nos ha conducido con un golpe de mano parecido al ‘soplamocos’ clásico de mediados de los ochenta. Resulta que nuestro presidente, al igual que todos los de la Cámara Baja, acaban de enterarse de que los hidrocarburos están por las nubes. Es normal ya que van en coche oficial y ahí los depósitos vuelan porque repostan sin IVA. Como la tendencia del hombre de ‘cociente menguante’ -sálvese el que pueda- es, antes que buscar soluciones, mirar a ver quien le puede echar la culpa; rápidamente cayó en la cuenta de que el origen de todos nuestros males era el nuevo zar Putin. El tema podría haber colado, pero empieza a no hacerlo porque la gente, pese a nuestros ‘cocientes’, se cabrea; si bien tampoco les da por comprar aceite del bueno. Esperemos que la cosa no pase a mayores y, en el caso de que lo haga, el estudio de la Ragnar Frisch se equivoque. A estas alturas todos sabemos que los molinos de viento y las placas solares no nacen del surco y que la transición energética, que es un unicornio de arcoiris, será hecha con sangre, sudor, lágrimas y muchos hectómetros cúbicos, claro está, de petróleo.

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