Opinión | De buena tinta

La Miami de Europa

Turistas en La Malagueta.

Turistas en La Malagueta. / Álex Zea

¡Ay, Málaga cantaora!, que diría Manuel Machado: el mundo entero se desborda para ti, que te alzas como la Miami de Europa, expresión que ya he escuchado en varias ocasiones desde la espontaneidad ciudadana que fluye entre las barras de no pocos bares.

Turismo y Málaga, guiris y malagueños, agua y aceite. Hablamos de un binomio inseparable que, no por ello, predica fáciles junteras, tanto más en estos tiempos tan inmediatos en los que peregrinos de todo el orbe empapan las arterias principales de la ciudad, no ya para disfrutarla en un marco vacacional, sino también para plantar raíces y quedarse.

Y en mitad de ese canto, una vez más, Málaga, los malagueños, no terminan de hacerse a la trama que se les viene, y mucho menos a la que está porvenir. En dieciséis años que llevo habitando la ciudad como malagueño nacido en Granada, jamás he podido dejar de corroborar, con los ojos de fuera y los de dentro, que el autóctono y el crucerista no paran de cantarse aquello que con tanta delicia y grandeza nos copleaba la Lole: «Que sí, que sí, que no, que no, que tú a mí no me quieres como te quiero yo».

Porque también aquí, como en casi todos lados, al turismo se le dice que sí, pero con cuerda corta: a nadie le pesa que el guiri pasee por calle Larios de manera comedida si es para comprar biznagas y dejarse los cuartos en restaurantes y comercios, pero, como decía Joaquín Prat, «ojo, sin pasarse».

Y es que, en ocasiones, como en casi todos los frentes de la vida, repito, pareciera que uno no pretende más que hacer cirugía de todos los marcos vitales para extirparles lo malo y disfrutar, únicamente, lo bueno.

Pocos recordarán ya las lágrimas malagueñas que, en el boquete más profundo de la pandemia, añoraban al extranjero que, aterrizando en el aeropuerto o atracando en el muelle, tomaba taxis, llenaba bares y cafeterías, se instalaba en hoteles y le daba más que cancha a esa economía local que, en definitiva, sostiene a mil y una familias.

Pero claro, cuando la trama de las idas y venidas de los foráneos se reestablece, el éxito turístico de una ciudad, la nuestra, que no ha dejado de alicatarse de cara al exterior, trae consigo un inevitable y oscuro recelo que ya no mira con tan buenos ojos la saturación del centro histórico, el alarmante encarecimiento de la vivienda, la invasión de los inmuebles destinados a alquileres vacacionales, los coletazos etílicos de las despedidas de solteros, y la desaparición progresiva del comercio local en favor de las grandes cadenas.

Sin duda alguna, el verdadero desafío radica en encontrar un equilibrio entre los beneficios económicos del turismo y la preservación del alma de Málaga. Pero es que, claro, quizá, también y como digo, habiendo invertido tanto de cara a lo de fuera, habiéndonos engalanado tantísimo de cara al mundo, es irremediable reconocer que ya no estamos en esa posición de laboratorio desde la que uno añora poder decidir qué tipo de turismo quiere para la ciudad.

Porque, mientras nosotros pensamos y elucubramos, el turismo sigue viendo en avalancha para llenar bares, terrazas, hoteles, comercios y taxis, sí; pero también para acaparar las calles, como es lógico y normal, subir el precio de los alquileres, comprar pisos a precio de oro y arrojar a la periferia al autóctono que soñaba con vivir en el centro.

Esta es, pues, la doble cara de aquellas territorialidades que se hacen depender tantísimo del turismo: una vez que se toca la campana con tanto ímpetu, los efectos son irremediables, puesto que, aunque hablemos de turismo responsable, ¿quién controla al turismo y a lo que se deja o no venir? Arena que se nos escurre entre los dedos.

La simbiosis del rinoceronte que es Málaga se ha llenado de millones de pajarillos que, quién sabe si, tal vez, no puedan terminar comiéndose al rinoceronte.

Es, en definitiva, el precio a pagar por las modas, por estar de moda, por brillar a los ojos del mundo y convertirnos en souvenir del planeta, con nuestro Antonio, nuestro Muelle Uno, nuestra calle Larios y el sol de nuestra costa, que es la Costa del Sol.