Tribuna

Un inventario de inviernos perdidos

Olga Merino

Olga Merino

Reconozco que me contradigo (o no). Aunque procuro mantenerme alejada de las personas llenas de frío, me encanta el invierno o, mejor dicho, la idea de él y los placeres que procura. Soltar vaho por la boca cuando hablas. Esos días radiantes, como de cristal tallado, en que el aire helado aguijonea la cara y despierta las neuronas. Una escapada a la montaña. El crujido de las botas, chuik, chuik, chuik. El silencio que reverbera en el terciopelo blanco de la nieve. Dicen que en la confección de un muñeco de nieve intervienen no menos de cien mil millones de copos. Los jerséis gordos de cuello alto. El recogimiento. Los guisos de cuchara. El edredón. Regresar a tu nido caldeado (o casi) después de un buen paseo. La ducha achicharrante. Sentir muy adentro el invierno para abrazar luego el sol. Como una semilla de tomate.

En esta ocasión parece que el frío viene rácano: los termómetros están batiendo temperaturas récord, las más altas para un mes de diciembre. El año 2022, ya en su cuenta atrás, pasará a la historia como el más cálido desde que se mantienen registros; o sea, desde la guerra de 1914. Vivimos en otro planeta desde que el cambio climático llegó para quedarse. En la cuenca mediterránea, las cuatro estaciones, delimitadas desde la antigüedad por los ciclos agrícolas, compiten para fundirse en solo dos, un verano tórrido y larguísimo y un invierno templado, estilo Canarias.

A este paso, el invierno tal como lo conocemos pasará a formar parte del Inventario de algunas cosas perdidas, de Judith Schalansky (Acantilado, en castellano; Més Llibres, en catalán), uno de los libros que más he disfrutado este año, aunque se publicó en 2021 (qué más da). La autora recoge en 12 estampas otros tantos tesoros desaparecidos para siempre, como un atolón del Pacífico Sur llamado Tuanaki, la romana Villa Sacchetti, el tigre del Caspio o la primera película de Fiedrich W. Murnau, El muchacho de azul. La misma existencia implica pérdidas, si bien retenerlas en la memoria, en el relato, atenúa el vacío.

Schalansky debe de estar acostumbrada a las desapariciones: su país de nacimiento, la RDA, se lo tragó la nada. Parece una persona de talante melancólico. En una entrevista confiesa que, para conservar parte de su vida, se dedica a guardar recuerdos en cajas, un año por receptáculo. Me ha hecho pensar, ¿qué encapsularía yo de 2022? Supongo que un billete de avión a Granada y dos cosas intangibles: un encuentro muy postergado y una llamada telefónica que tuvo lugar el 13 de octubre, a eso de las seis de la tarde.

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