Entre acordes y cadenas

El hombre ha muerto, ¡larga vida a la máquina!

El gran novelista argentino Ernesto Sábato fue entrevistado en 1977 en un programa de televisión de los que ya no quedan, pues la programación televisiva, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en el paradigma de la estulticia y, desgraciadamente, todo indica que ya no hay vuelta atrás. Me refiero al programa A fondo, emitido por aquel entonces en Televisión Española, en el que el periodista Joaquín Soler Serrano entrevistaba a determinados personajes ilustres, algunos patrios y otros extranjeros, de diferentes ámbitos de la cultura, la ciencia, la medicina e incluso la política. Por allí pasaron, entre otros, Jorge Luis Borges, Salvador Dalí, Severo Ochoa, Federico Fellini o el citado Sábato.

Pues bien, durante esta entrevista, el escritor habló sobre la crisis del hombre y dijo que llegaría un momento en el que la tecnología arrasaría con todos nosotros. «La ciencia positiva y la técnica permitió al hombre conquistar el mundo de las cosas, pero con un gran riesgo para su alma, porque ha terminado por cosificarse». Él mismo se ha transformado en cosa. Sábato falleció hace ya trece años. Pero sus palabras, pronunciadas a finales de los setenta, fueron premonitorias. Esta crisis del hombre como ser humano se ha acentuado drásticamente en la última década. Y el auge y la generalización de las nuevas tecnologías, de la inteligencia artificial y de las redes sociales como medio principal para la comunicación han sido algunas de las causas principales.

El mundo real, el mundo de lo tangible, de lo palpable, la vida, al fin y al cabo, ha sido sustituida por otra cosa. Se ha transmutado en un vulgar sucedáneo. Lo auténtico ha dado paso a lo artificial. Y esto es preocupante. No hay más que ver a los más jóvenes, a los adolescentes. Muchos de ellos carecen de la capacidad de relacionarse con los demás si no es a través de un teclado, de una pantalla. Instagram, Snapchat, TikTok, Tinder. La representación de lo grotesco. Todos estos mundos interactivos, que no son tales, sino ausencia de mundo, absorben sus horas y sus almas mientras a su alrededor tiemblan los cimientos de la civilización.

La pantalla es su vida y los emoticonos, esas caras amarillas, impersonales e inapetentes, representan su estado de ánimo, su forma de expresarse. Hacen amigos de la Patagonia a quienes nunca verán ni abrazarán. Pierden la virginidad ellos mismos, sin tocar al otro, que también participa de la artificialidad. Todo se concreta en un inmenso vacío y en la incapacidad progresiva para hablar, para reír y para entablar relaciones, cualesquiera que sean, fuera de la red.

Y, pese a ello, conscientes de esta triste realidad y de los peligros que conlleva, muchos padres regalan a su hijo de seis años un Smartphone para que, durante las comidas, no moleste. O para que pueda fotografiarse en su primer día de colegio y subirlo a la red.

Desde hace un tiempo, se ha puesto sobre la mesa un concepto que define bien la situación actual. Así lo hace, entre otros, el filósofo Jordi Pigem, en su último libro, Técnica y totalitarismo. Y este concepto es el de tecnolatría, el hecho de idolatrar o admirar sin límite a la tecnología, considerarla la solución a todos nuestros problemas. Sábato la definió como la deificación de los éxitos científicos. Y arremetió contra sus males, contra la robotización del ser humano, para abogar por una concepción más humanista del mundo, por el retorno a los principios y valores del humanismo. Resultan muy clarificadores los argumentos que plasmó en su ensayo Hombres y engranajes, publicado en 1951, en el que habló de la alineación de la humanidad, considerándola como una enfermedad espiritual.

¿Cuántos casos de depresión se diagnostican hoy en día? ¿Cuántas personas acuden al psicólogo para tratar de paliar las consecuencias de ese vacío interior producido por la alineación a que les han sometido desde pequeños? ¿Cuántos jóvenes deciden poner fin a su vida? Cada vez son más. No basta con soluciones superficiales ni con coloridos y rimbombantes eslóganes. Todo pasa por el necesario combate contra la deshumanización. De modo que, cuando acudan a vendernos las bondades de la máquina, seamos cautelosos. Y sírvanos de ellas, sí. Pero nunca dejemos que ellas se sirvan de nosotros.

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