Mirando al abismo

La fe y la empatía

María Gaitán

María Gaitán

Debido a nuestra educación judeocristiana solemos pensar que la fe es algo exclusivo de la divinidad. Esto es palpable cuando decimos aquella frase: «creer en dios es un acto de fe». Realmente, llamamos actos de fe a un conjunto de acciones que llevamos a cabo creyendo que solo porque así lo queremos saldrán bien con regularidad. Coger el coche cada mañana para ir al trabajo es un acto de fe porque no solemos pensar en que podemos no volver a casa. Esa fe que ponemos en que las cosas sucedan siempre de una determinada manera nos hace el mundo transitable y nos permite creer que controlamos nuestro rango de acción. Esa sensación de control, de que somos los reyes del mundo y de que nada malo puede acontecernos nos permite tranquilizar a nuestro cerebro y que este nos deje dormir por las noches. A mí parecer basamos nuestra tranquilidad en algo muy frágil.

Los seres humanos somos animales racionales, como dijo el célebre Aristóteles, pero también somos seres emocionales. El reconocimiento del gran papel que cumplen las emociones en la conducta humana se lo debemos a la corriente filosófica conocida como empirismo y dentro de los empiristas a Hume. Este pensador británico descubrió que a efectos prácticos los seres humanos somos más emocionales que racionales. Además los seres humanos tenemos una capacidad cerebral llamada empatía que nos permite entender las emociones de otra persona e incluso sentir en cierta medida lo mismo que esa persona. Podríamos decir que la posibilidad de empatizar nos hace seres sociales y sociables, que se ayudan y acompañan en los quehaceres del día a día. La empatía es, por tanto, una forma de contrarrestar el egoísmo humano. La capacidad para empatizar con los demás aparece sobre los cinco o seis años y se va desarrollando durante el resto de la infancia y la adolescencia.

Actualmente pareciera que vivimos en un tiempo sin empatía, sin emociones. Un tiempo en el que realizar actos de fe se está volviendo un deporte de riesgo. No hay duda de que vivimos tiempos oscuros. La empatía no ha desaparecido, sigue existiendo. El problema es que hemos insensibilizado a las generaciones ante las emociones de otros. Hemos expuesto a los niños desde muy jóvenes a violencia extrema en la música, la televisión, los videojuegos, y quiero dejar claro que el problema no está en la tecnología ni en la música, sino en el uso que hacemos de ella. Los niños son niños y corresponde a los padres hacer un uso responsable de la tecnología que ponen al alcance de los más pequeños.

Con estas palabras no quiero regañar a nadie, solo intento decir que espero que volvamos a los tiempos en los que nos ayudábamos unos a otros y volver a casa a salvo era algo casi garantizado.

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