ARTÍCULO INDETERMINADO

Dura ‘lex’

Ana Martín-Coello

Ana Martín-Coello

De todas las frases bienintencionadas que en el mundo se pronuncian, hay dos por las que siento verdadera y genuina repugnancia: «Hay que resignarse» y «Es ley de vida». La segunda de ellas, por concretar más, me produce unas ganas tremendas de golpear –leve y metafóricamente, que todo hay que explicarlo– a quien la expresa, así lleve mi propia sangre, cosa que sucede más veces de las deseadas.

«Es ley de vida», dicen, tan desahogados. Si algo me ha enseñado la vida, precisamente, es que tiene un catálogo de numerosas y absurdas leyes internas que, siempre a su conveniencia, hace cumplir y va cambiando según le place. Luego no me pidan que acepte como inmutable que, solo porque la vida quiere y esa es su ley, yo debo conformarme con lo que me venga.

Quiero pensar que quienes pronuncian, beatíficos, casi levitantes, la odiosa sentencia, mientras nos advierten con los ojos que no nos quejemos mucho, a su vez han sido aleccionados por otros filósofos o gurús contemporáneos, que han desplegado ante ellos su catálogo de frases entre las que «es ley de vida» destaca por su sencillez y versatilidad. Qué excelso comodín. Qué hallazgo paremiológico. Qué condensación de sabiduría popular.

Según el Diccionario de la Lengua Española, la ley (del latín lex, legis) es «una regla y norma constante e invariable de las cosas, nacida de la causa primera o de las cualidades y condiciones de las mismas» y también es «una norma jurídica dictada por el legislador, es decir, un precepto establecido por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia cuyo incumplimiento conlleva una sanción».

Así que me ando preguntando qué sanción piensa imponerme la vida si reniego, con todas mis fuerzas, de su ley, y cómo va a tener la poca vergüenza de exigirme que no me salga de su norma invariable cuando ella se dedica a hacer putadas de manera indiscriminada y sin ponerle mucho asunto al descalabro que ocasiona, ni mirar atrás.

Por otra parte, y en la misma línea cáustica con la que he empezado, estoy abierta a todo tipo de sugerencias y explicaciones porque tengo real y sincera curiosidad por saber qué cosas engloba, para esa gente valedora de las afirmaciones todoterreno, la «ley de vida». ¿Perder a los padres es ley de vida, aunque sean todavía jóvenes, solo porque son padres? ¿Las enfermedades, en general, son ley de vida o solo lo son algunas? ¿Tiene grados la ley de vida? ¿Y disposiciones adicionales? ¿Es más ley de vida perder a alguien de repente o solo cuando pierdes a un ser querido tras un enorme sufrimiento se aplica la ley de vida? ¿Tiene algo que ver la ley de vida con el fracaso perpetuo de las dietas? ¿Me está sugiriendo usted que me conforme a pesar de que eso va en contra de la naturaleza humana y de la mía propia?

Sé que me estoy labrando una oscura reputación de desagradecida y mala persona entre los defensores de la expresión condolente. Quizá a partir de esta inopinada confesión estaré vetada en duelos ajenos y, lo que es más interesante aún, en bautizos, comuniones y bodas.

Por un lado, nunca he estado entre los elementos más populares de mi clan. Y, por otro, voy perdiendo enteros a medida que se acerca el final de este artículo. Así que, consciente de ello, asumo gustosamente el ostracismo al que se me quiera someter de estas letras en adelante. A lo que no me resigno –verbo igualmente odioso– es a que la vida llegue, haga lo que le plazca y se vaya de rositas. Es más, tengo un recadito para ella: hecha la ley, hecha la trampa.

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