Opinión

El lunar de Concha Velasco

 A propósito de la muerte de la gran actriz española

La actriz Concha Velasco

La actriz Concha Velasco / La Opinión

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

Cuando conocí a Concha Velasco su lunar me pareció mucho más real que el mío. Y ya era rara la cosa, porque el suyo se lo pintaba todas las mañanas (siempre dijo que era lo primero que hacía al levantarse) y el mío es de verdad. Pero es que en ella ese puntito coqueto, vitalista resultaba mcho más coherente que en mí (me ahorraré adjetivos). El lunar de Concha era la guinda de ella misma, una mujer (mucho más que una actriz) que fue la idea más aproximada a la felicidad perfecta, eufórica y chispeante que supo fabricar el cine español. Su sonrisa infinita y brillante, sus piernas de bailarina y esa joie de vivre que supo encarnar (más que interpretar) fueron de las primeras clases prácticas con que el cine me demostraba su capacidad de arrastre y fascinación. 

Y un día, de repente, la tenía ahí delante, sentada en un sillón del antiguo Teatro Alameda (ahora Teatro del Soho-CaixaBank), esperándome para hablar de una obra de teatro que iba a representar esa noche. Cuando la entrevista promocional se terminó empezó la conversación, y jugué un poco sucio: le comenté que 'Las zapatillas rojas' es de mis películas favoritas (sabiendo que era la suya) y se le abrió la sonrisa más todavía, como si se acordara del momento en que la vio, de niña, cuando estudiaba ballet.

Y entonces, en un gesto de efusividad por compartir una pasión, me tocó la pierna con una mano y temblé un poquito (bueno, bastante, la verdad). De una manera extraña ese roce me transportó a muchas películas de colores, de canciones, de mil cosas en las que siempre estaba ella. Guardo ese recuerdo desde entonces, un momento extraño en que la estrella me pareció humanísima porque me invitó al cielo de donde venía. 

En realidad, claro, nunca conocí a Concha Velasco, a la mujer que estaba detrás. Fue sabiendo por el couché, cómo no, de sus infortunios en el amor y en la vida, de sus fracasos económicos, pero ninguna de esas noticias derribó aquella emoción que sentí al haber hecho sonreír a la mujer, qué mujer, que tanta vida fresca trajo a mi yo espectador. Sé que los últimos años de su existencia han sido complicados por la enfermedad; por mi parte, ahora, en su muerte, sólo deseo una cosa: que jamás, ni una sola mañana, haya dejado de pintarse su lunar nada más levantarse.