En corto
Lohengrin: talento contra elementos
La alta gesticulación inherente al hecho operístico, en su dramaturgia, en la búsqueda de la sublimidad del canto y en su aparato escénico -aspirando a hacer arte total de cuentos de hadas o historietas de amor- a veces lleva a subestimar la sutil inteligencia que se sobrepone a la escasez de medios, como la que despliega el director de escena Guillermo Amaya en el Lohengrin del Campoamor de Oviedo, al tratar de resituar toda su mítica, mística y fondo trágico (incluida la lucha por sobrevivir del sustrato pagano y sus viejos dioses, nada menos) en un contexto de pasiones cotidianas -políticas, familiares, de pareja- y lograrlo sin rebajar su relieve, antes bien, elevando esa humanidad, por medio del simbolismo de una historia, a la dimensión sublime que todo lo humano adquiere en la caja de resonancia, envolvente y fatídica, del registro wagneriano de poder, magia y religión.
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