Parece una tontería

El insoslayable trámite

La vida es pura administración, así que el trámite emerge en cualquier contexto

Juan Tallón

Juan Tallón

No es novedad que odiamos los trámites. Son más célebres por eso que por el hecho de tener que cumplir con ellos. Por ambas cosas son tristemente célebres. Su esencia remite a la desesperación y la lentitud, a que te parezcan innecesarios, pero resulten insoslayables. Un mero trámite es ya un exceso de tramitación, un laberinto, una alienación. Su lógica lo impregna todo entre que el día empieza y acaba. Quizá un día sea nada más que una suma de trámites, y en ese ejercicio inagotable al que estamos atados vamos acariciando sucesivamente buenos ratos y malos.

Están al principio y al final de todo, también por el medio. Dejarse de trámites, y que las cosas salgan a tu gusto y rápido, sin hacer nada con carácter previo, preparatoriamente, sin mareos ni hostias, es un sueño universal. Cómo renunciar voluntariamente a esa magia. No tener que hacer algo antes de hacer otra cosa, que es tu único propósito, volvería la vida pura facilidad. Pero todo ha de quedar para «un poco después». Lo asumes hasta tal punto que la mayoría de las veces no adviertes que estás siguiendo una engorrosa línea de puntos.

La vida es pura administración, así que el trámite emerge en cualquier contexto. Hace unos días anuncié que iba a hacer pasta a la amatriciana. Me sale regular con los ojos cerrados. En no hacerla perfecta, digamos, soy un genio. Pero antes de pensar siquiera en ponerme manos a la obra, recibí una llamada de mi madre pidiéndome que llamase a mi padre, circunstancia que aprovechó para preguntarme si hacía frío, lo que me obligó a salir a la terraza para palpar la temperatura, y de esta maniobra se desprendió, aleatoriamente, la segunda pregunta: ¿y qué vas a comer? Para cuando acabé con las llamadas, reparé en que no tenía tomate ni bacon. Tendría –ya empezábamos– que bajar al supermercado. Ah, pero estaba en chándal, así que primero tendría que elegir un atuendo más adecuado. Entretanto, una carga moral me aplastó: ¿iba a vestirme sin ducharme primero? Me duché. Pero ducharse es secarse el pelo, peinarse, quedar insatisfecho con el peinado, peinarse de nuevo, quizá hacer la cama al descubrir que estaba deshecha. Al fin fui al súper.

Me disponía a empezar con la salsa, y llenaba ya una olla de agua para cocer la pasta, en el fatal momento que descubrí que tampoco había macarrones. Y ya me había vuelto a poner el chándal. Qué iba a hacer con mi vida, ¿regresar al súper? Renuncié a la pasta a la amatriciana, y a hacer cualquier otro plato con mis propias manos. La renuncia constituye un trámite más, del que hay que salir con uno nuevo, de manera que para salir a buscar el menú del día en el restaurante de abajo, tuve que vestirme de nuevo. Menos mal que a continuación me eché una siesta, aunque para eso primero tuve que cepillarme los dientes, liberar el sofá, doblar la ropa abandonada en el respaldo, buscar una manta por echármela encima, levantarme porque al parecer había dejado una luz encendida. Total, para no dormir, porque me llamaron para una encuesta del CIS.

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