Opinión | TRIBUNA

Juan Antonio García Galindo

A vueltas con la corrupción política

La corrupción en la política española es como el rayo que no cesa, como una espina dolorosa que se ha clavado en nuestro cuerpo y que no podemos sacar, como una enfermedad en nuestro sistema democrático que hemos acabado normalizando mientras asistimos sin aspavientos a la aparición de nuevos casos. La lista ya es interminable, y enumerarla obligaría a la creación de un complejo sistema de clasificación para entender toda su dimensión y magnitud. Nuestro país encadena, uno tras otro, numerosos casos que afectan a la denominada clase política y a sus adláteres. En ese incesante panorama de corrupción las dos grandes fuerzas políticas se llevan la palma. Parece claro que en democracia quienes acarician poder corren mayor riesgo de perder el sentido de la ética y de la honestidad. No deja de ser terrible. Un mantra que muchos ya consideran normal.

Podríamos hacer balance y la derecha saldría ganando, pero no es eso lo que toca. La democracia española no puede permitirse este rosario de corrupciones, ni de presuntos casos siempre vinculados de una u otra manera a la clase política, ya sea de la derecha o de la izquierda. Estos días saltan a la luz dos nuevos casos presuntos todavía: el caso Koldo y el de la pareja de Ayuso. Sí, un nuevo caso de las mascarillas el del ayudante de Ábalos; y otro de falsedad documental y fraude a la Hacienda Pública, el de Alberto González, la pareja de la lideresa madrileña, que parece que también conecta con las tramas de las mascarillas.

De nuevo la política atrae toda la atención de la actualidad, pero como viene siendo habitual no por razones precisamente ejemplares. Esta politización progresiva de la agenda pública y mediática no se construye, por tanto, sobre las cuestiones que afectan a los ciudadanos sino sobre lo que incumbe a la clase política y solo a ella, en una especie de metadiscurso de sí misma que ha invadido toda la plaza pública aireado por unos medios que se erigen en portavoces de los intereses contrapuestos de los partidos políticos. La desafección de los ciudadanos con la política es real, y no se produce por falta de información y de desconocimiento sino, por el contrario, por una saturación excesiva de la agenda informativa con asuntos de dudoso interés relativos a la clase política, al mismo tiempo que las declaraciones y actuaciones de los políticos los alejan de lo que interesa a los ciudadanos, en un claro ejercicio irresponsable de su función.

Las voces críticas ante esta situación aún siguen siendo pocas para detener una tendencia que traspasa continuamente los límites de la ética, de la honestidad y del respeto. Y, por supuesto, de la verdad. La mentira parece imponerse entre nuestros políticos como una estrategia a seguir, amparándose en el conformismo social pero también en la defensa de un cierto relativismo ideológico, e incluso de un cierto negacionismo. Ante eso ¿en qué situación quedan los ciudadanos, que son los verdaderos soberanos de la política? ¿Y los medios de comunicación, que son los intermediarios entre los políticos y los ciudadanos, cómo han de ubicarse en este panorama? No dejan de sorprender las recientes manifestaciones del director del Gabinete de Isabel Díaz Ayuso a una periodista del Diario.es, impropias de su cargo y de su función, y absolutamente contrarias a la libertad de expresión y a la existencia de un periodismo libre y no sujeto a las consignas políticas.

La elegancia política que, en el lenguaje y en las formas, debía caracterizar la actividad política ha desaparecido; y ha dado paso a la confrontación permanente. La crispación ha sido el camino, y no el resultado, que ha escogido la clase política para tratar de imponerse al adversario, sobrepasando las formas y el estilo que se le han de exigir a los representantes públicos.