Opinión | 360 grados

Las paradojas del proyecto sionista

Las paradojas del proyecto sionista

Las paradojas del proyecto sionista / Joaquín Rábago

No son pocas las paradojas del proyecto sionista, a cuyas consecuencias genocidas asiste impotente y con rabia difícilmente contenida el mundo que llamamos «civilizado».

Paradojas que comienzan por el hecho de que lo que es hoy un plan de supremacía etno-religiosa fue alentado por el opúsculo de un judío centroeuropeo cosmopolita y plenamente asimilado.

Nacido en Budapest, el autor de «El Estado Judío», el periodista y escritor Theodor Herzl (1860-1904), vivió también en Viena y París.

En la capital francesa ejerció de corresponsal del diario liberal de Viena Neue Presse, el más influyente del imperio austrohúngaro.

Al menos en un principio, Herzl no se identificaba ni con la religión ni con las tradiciones culturales del judaísmo. Incluso se cuenta de él que en cierta ocasión bromeó con que si se convertían todos los judíos a la fe católica, se habría resuelto «la cuestión judía».

Hay que recordar que por aquellos años, no pocos judíos centroeuropeos o franceses se decidían por el bautismo cristiano precisamente para evitar las leyes discriminatorias de que eran muchas veces objeto.

Como señaló el presidente de la asociación alemana antisionista Voz Judía por la Paz Justa en Oriente Próximo, Wieland Hoban, en un reciente congreso pro Palestina celebrado y bruscamente disuelto por la policía en Berlín, lo que más impresionaba, sin embargo, a Herzl era el poder de resistencia de los judíos, que les había permitido sobrevivir a tantas persecuciones.

La conciencia de ese hecho, sumada al escándalo Dreyfus, la persecución en 1894, del capitán del Estado Mayor Alfred Dreyfus, injustamente acusado por ser judío de entregar documentos secretos a Alemania, convencieron finalmente a Herzl de la necesidad de crear un Estado donde los judíos pudiesen encontrar refugio.

Herzl vio en aquel escándalo una clara demostración de que, por irreprochable que fuera la hoja de servicios de un funcionario, siempre corría éste peligro de perderlo todo, incluso la vida.

Pero, como explica también Hoban, aunque cabe considerar el sionismo político como un proyecto colonial, no se puede olvidar hoy que fue al menos en sus principios una reacción natural a la discriminación que entonces sufrían muchos hebreos.

Lo cual no impidió, sin embargo, que el proyecto sionista fuera rechazado en principio por buena parte de los judíos europeos, y así, el primer congreso sionista, que debía celebrarse en Múnich, fue trasladado a Basilea ante la oposición que había despertado en el seno de la comunidad judía de la capital bávara.

El sionismo político fue, al menos en un principio, un movimiento pragmático, abierto a diversas opciones como era la de establecer el nuevo Estado judío en cualquier territorio que pudieran ofrecer las entonces potencias coloniales, ya fuera Alaska, Uganda o la Argentina.

Finalmente se optó por Palestina, territorio del antiguo Imperio otomano, entonces administrado por los británicos y donde vivía desde siglos atrás una pequeña comunidad judía.

Contagiado del espíritu colonialista, Herzl vio la posibilidad de establecer allí algo así como una avanzadilla de la civilización europea en lo que se le aparecía como un mar de barbarie.

Herzl murió en 1904, mucho antes de que su idea se hiciese realidad, pero sus seguidores lograron un gran triunfo cuando en 1917, el entonces ministro británico de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, publicó la declaración que lleva su nombre.

En ella, Balfour prometió al movimiento sionista, representado por el banquero y político conservador inglés Lionel Walter Rotschild, la creación de un hogar judío en la Palestina bajo administración británica.

Y otra de las paradojas del sionismo es la extrañeza con la que muchos judíos asimilados, entre ellos el liberal Edwin Samuel Montagu, único ministro judío de Gobierno de Londres, acogieron aquel proyecto.

Montagu llegó incluso a calificarlo de antisemita. Así, en su escrito «Memorándum sobre el Antisemitismo del Actual Gobierno» (Británico), escribió: «Si se les dice a los judíos que su patria es Palestina, entonces cada país tratará de deshacerse de sus ciudadanos judíos».

Para aquel político liberal, la creación de ese hogar judío convertiría automáticamente en «extranjeros» a todos los hebreos, y ello tendría como consecuencia inmediata la de retirarles la ciudadanía británica.

«Palestina se convertirá en el gueto del mundo», sentenció Montagu, para quien la lealtad a la propia nación era un argumento poderoso contra el proyecto sionista.

Frente al judío Montagu, el presbiteriano Arthur Balfour no se había caracterizado precisamente por su amor al pueblo hebreo y así, en 1905, en su condición de primer ministro, había publicado una ley de extranjeros que limitaba la inmigración de hebreos del imperio ruso.

Para el hombre que, con su famosa declaración, posibilitó la creación del moderno Estado de Israel en tierras palestinas, los judíos de esa procedencia eran culturalmente incompatibles con los valores de la sociedad británica y por tanto, indeseados.

Pero aquello no debía, por el contrario, de importar para el establecimiento de los judíos en Palestina, «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», como dijo con notable cinismo por aquellos años el periodista británico de origen judío Israel Zangwill.

Montagu supo ver, sin embargo, la profunda injusticia de aquel proyecto y así escribió: «Supongo que mahometanos y cristianos tendrán que ceder el puesto a los judíos, que ocuparán las posiciones dominantes».

Y, agregaba ese político liberal: «Habrá en Palestina una (nueva) población que expulsará a los actuales habitantes y se harán con lo mejor de aquellas tierras».

Si, señala el responsable de Voz Judía para una Paz Justa, se ve hoy el sionismo únicamente bajo «el prisma del Holocausto», es de la salvación de los judíos europeos de los campos de exterminios nazis, se desconoce una parte importante de su historia y sobre todo su «ideología anti emancipatoria».

Porque, señala Hoban, «se basa en el mismo principio que el antisemitismo. Es decir, en la idea de que judíos y no judíos no deben vivir juntos».

De ahí que Montagu considerara ese proyecto «antisemita» y que el propio Theodor Herzl escribiera en su diario: «Los antisemitas serán nuestros amigos más fiables; los países antisemitas, nuestros aliados».

Porque, explica Hoban, «antisemitas y sionistas tienen el mismo objetivo: alejar a los judíos de Europa» De ahí, por ejemplo, el llamado «Acuerdo Haavara», de 1933, entre los nazis y la principal organización sionista mundial.

Los nazis estaban ya decididos a deshacerse de todos los judíos, pero aún no habían acordado la llamada «Solución final», que no llegaría hasta la tristemente famosa conferencia de Wannsee (enero de 1942).

Gracias a aquel polémico acuerdo que permitía la salida de los judíos de Alemania a condición de que fueran todos ellos a Palestina y de que dejaran atrás sus propiedades consiguieron salvarse alrededor de 60.000 hebreos.

Pero los dirigentes sionistas que lo firmaron se ofrecieron vergonzosamente también para romper el boicot internacional contra la Alemania hitleriana que habían decidido las organizaciones judías de todo el mundo.

También muy significativo de aquel espíritu sionista son unas palabras pronunciadas por David Ben Gurion, primer jefe del Gobierno de Israel.

«Si yo creyera posible salvar a todos los niños (judíos) de Alemania, llevándolos a Alemania, pero sólo la mitad, trayéndolos a Israel, me decidiría por lo último», dijo Ben Gurion.

El dirigente israelí se refería de ese modo a los transportes que permitieron salvar de los nazis a unos diez mil menores que vivían en Alemania y en los países de la Europa del Este.

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