En Roquefort-sur-Soulzon, el pueblo del famoso queso azul, no comí. Después de haber pasado la mañana tiritando de frío en las humedades de una cueva, salí a la luz del mediodía apenas sin apetito esperando cualquier cosa de un restaurante que no fuera queso. Pero ese día en todos los locales que ofrecían comida pensaban distinto y creían que en un lugar como aquel, bendecido por una de las variedades lácteas más universales, el queso era inevitable en las carnes, las tortillas, las salsas y hasta en las verduras. No había una sola trucha, donde se supone tendría que haberlas, y de existir, supongo, las habrían cocinado añadiendo roquefort.

La vista, primero, y el olfato, después. O, al revés, no recuerdo bien, hicieron que el apetito declinase. Simplemente estaba saciado por ver quesos apilados y olerlos. Aunque la vista no es técnicamente parte del gusto, influye de modo poderoso en la percepción. Curiosamente, la comida y la bebida se identifican predominantemente por medio de los sentidos del olfato y la vista, no del gusto. No tenemos que comer una fresa para saber que es una fresa. Lo mismo ocurre con el olor, en muchos casos. Leí en una ocasión cómo en un experimento clásico, unos investigadores franceses colorearon un vino blanco de rojo con un tinte inodoro y pidieron a un grupo de expertos que describieran su sabor. Los expertos utilizaron términos típicos del vino tinto en lugar de los que habitualmente se usan para evaluar el blanco: el color jugó un papel importante en la forma en que percibían la bebida.

Para nuestro cerebro, el sabor es en realidad una fusión de éste, el olfato y el tacto de un alimento, en una única sensación. Esta combinación de cualidades se produce porque, al masticar o beber, toda la información sensorial se origina en un lugar común: sea lo que sea que estemos comiendo. Sabor es un término más preciso que gusto, por lo tanto el olfato no sólo influye, sino que es una parte integral de él. Las sensaciones de sabor puro incluyen dulce, ácido, salado, amargo, sabroso y, de forma discutible, graso. Las células que reconocen estos sabores residen en las papilas gustativas ubicadas en la lengua y en el paladar. Cuando los alimentos y las bebidas se colocan en la boca, las células del gusto se activan y percibimos un sabor. Al mismo tiempo, lo que sea que comamos o bebamos, invariablemente, entra en contacto y activa las células sensoriales, ubicadas junto a las del gusto, que nos permiten percibir cualidades como la temperatura, el picante o la cremosidad.

Un mundo sin olores es un mundo que carece de vida. El olfato se manifiesta como el sentido de lo distintivo. Hace que las cosas resulten perceptibles antes que el gusto. Hay una forma de demostrarlo: pellízquese la nariz y, con ella encogida, mastique algo sabroso. A continuación libérela. Si la diferencia no resulta asombrosa, lo que uno está masticando no merece realmente la pena. El olfato tiene la particularidad, por sí mismo, de hacernos retroceder, incluso define los momentos de nuestra vida en función de la colonia que uno utilizaba, del olor característico de una casa, etcétera. La experiencia de comer es mucho más multisensorial que la de escuchar, ver o tocar; por algún motivo utilizamos para procesarla la parte más sofisticada de nuestro cerebro. Los sabores, en realidad, no existen, los creamos. Se suele decir que el sabor está en la comida en la medida en que el amarillo está en el sol o el verde en una hoja. Es una fabricación del cerebro.

Se suele hablar de las emociones que se experimentan delante de un plato bien cocinado poniendo, a veces, la situación de emocionarse con una gamba a la misma altura de una pintura, de una película, de una canción o del mismísimo goce literario. Sucede, no lo voy a negar, por algo se trata de una experiencia multisensorial, pero cuando surge la conversación suelo decir que si así fuese preferiría no tener que expresarlo con palabras. Me guardaría la emoción. El hecho de comer es tan cotidiano en las sociedades pudientes, a salvo del hambre, que, por lo general, hablamos de comida mucho más frecuentemente que de cualquier otra cosa. Emocionarse por sistema es caer en la rutina, las emociones se las debe guardar uno por una cuestión de elegancia sin que ello nos impida ver, oler y saborear. Y, en ocasiones, como sucedió aquel día en Roquefort-sur-Soulzon, escapar de la comida cocinada con queso.