La vida, a veces, solo cobra sentido al ritmo de ciertos maridajes que destilan un aire inverosímil. Puede suceder que en una cancha de básket, al descanso del partido o en un tiempo muerto, se desgañite por la megafonía Raphael cantando Mi gran noche. Y, entonces, en la intimidad multitudinaria del Martín Carpena, siempre habrá quien se recuerde en las numerosas noches que ha gritado esa misma canción, sin pudor, en el teatro cotidiano de los sueños que viene a ser desde hace varias décadas El Pimpi Florida.

En este templo de la música y el marisco que florece cuando cae la tarde entre la inmensidad vivida de El Palo, los retratos de grandes figuras de la copla y los rostros del Hollywood dorado conviven con suculentos destellos del mejor ba-lon-ces-to. Por ejemplo, Marifé de Triana brilla rutilante cerca de un póster del Unicaja firmado por el inolvidable plantel pionero que luchó por aquella Liga que se estrelló en Ciudad Jardín contra un eslabón naranja. Contra el aro en el que pasó a la historia el 'triple de Ansley'.

Además, si se cuentan unas cuantas folclóricas más o se detecta la presencia entre la abigarrada decoración de un cuadro que inmortaliza la visita del fallecido escritor Manuel Alcántara, no se tarda en escrutar otra fotografía en la que se resumen tres dimensiones del deporte de la canasta. En ella, un clásico del staff de Los Guindos como Javi Salvo y un fisoterapeuta con rasgos asiáticos de los Toronto Raptors escoltan a un asiduo del Pimpi paleño que, en aquel momento, hacía como jugador las Américas y se recuperaba de una lesión en tierras malagueñas. El personaje se llama Jorge Garbajosa y aún sigue pidiéndole a Pablo o a Jose que le pongan «una de Juanita Reina» cada vez que regresa a la barra en la que tantas veces ha sido feliz. Y en la que, por ejemplo, ha celebrado hazañas de color verde como la que -agónico triple de McIntyre mediante- tumbó al Real Madrid y dejó ronco a un locutor de televisión. O ha ejercido de jefe de la estación coplera a la que también llegó a extenderse el buen rollo de la ÑBA, cuando la selección española se concentraba en San Fernando.

El itinerario por los fetiches que salpican el establecimiento se detiene, desde hace unos meses, ante una camiseta enmarcada del Unicaja. Sin ir más lejos, está dedicada con la caligrafía de un «casi malagueño» de Aranjuez al que la afición le profesa tanto respeto que prácticamente le rinde honores, como el poema de Walt Whitman, con el saludo de Oh capitán, mi capitán. Cerca de la cocina, el 43 de Carlos Suárez, patrona de este barrio de pescadores, y con una instantánea en la que Sara Montiel disfruta de la compañía del inmortal cicerone de El Pimpi Florida: Jesús López Santos que estás en los cielos.

Este vínculo que tiene tan presente a Carlos Suárez propicia que, en la visita previa a la Copa del Rey orquestada por La Opinión de Málaga, sea el madrileño quien le enseñe las entrañas de este emblemático local al malagueño Alberto Díaz. A esa especie de «San Alberto» al que venera la parroquia del «Infierno Verde». Antes de ese largo fin de semana en el que el Martín Carpena será colonizado por otras siete hinchadas más, nadie les arrebata la certeza de que la competición más emocionante se disputa, esta vez, en la ciudad que los apoya a las duras y a las maduras.

Suárez le agradece a Málaga que «deportivamente» se lo haya dado todo en «el peor momento» de su carrera, tras ficharlo el Unicaja cuando ya aprendía italiano para marcharse al extranjero, a una entidad que poco después se sumió en la quiebra. Y Díaz jamás olvidará que sus estancias en Bilbao y Fuenlabrada le sirvieron «para valorar todo lo que tenía» en la ciudad y en el club en el que ahora sueña despierto. Ambos comparten una conversación que, unas veces, se torna profunda y, otras, desternillante. Sobre todo, cuando la anfitriona Rosa López le llama a Alberto «el fichaje alemán» o les promete que pondrá una foto de ellos junto a la de Audrey Hepburn. Todo le da valor a la frase de Charles Chaplin colgada entre las botellas: «Un día sin reír es un día perdido».

Luego, en cuanto ambos jugadores se despiden y cierran la puerta de un bar que colecciona instantes por instinto, en la calle las primeras luces de la noche caen sobre las Cuatro Esquinas paleñas. Las miradas de Carlos Suárez y Alberto Díaz ensayan la gran noche. En ellas, brilla un sueño que los invita a regresar para brindar con la mismísima Copa del Rey bajo la atmósfera alegre de esta mítica taberna.