Cuando Pepe Ulloa se cayó del caballo camino de Málaga y se dislocó el brazo, no solo no pudo torear en la corrida que allí se había montado en honor del felón Fernando VII, sino que hubo de volverse para Ronda, a su casa, donde vivía amancebado con la mujer más guapa de la ciudad del Tajo, María «La Nena», sin saber ninguno, lo que el destino ese día, les estaba aguardando.

Era el año 1815, probablemente una tarde de otoño, cuando el bueno de Pepe, de regreso, buscando refugio a su dolor, entró en su casa con prisas y sin llamar a la puerta, para encontrarse a «La Nena», sudorosa, nerviosa e inquieta y fue como si se le nublaran los vientos y sintió como si un lobo el alma le mordiera.

Buscó en todos los rincones de la casa envuelto en ira, queriendo no encontrarse nada, hasta que sudoroso, herido y cansado, cambió su sed de venganza por otra que le arrimó a refrescarse el gaznate en una tina que allí estaba, siempre llena de la recién estrenada agua del manantial de La Hidalga. No fue el dulce cristal lo que halló, sino a un mozalbete, apenas un crío, quien lleno de miedo y sin calzones andaba dentro escondido.

De nuevo la ira y la pasión desbordada blandieron la mano que dejaba alumbrar el filo de su navaja y, de un tajo, solo uno, abrió como sandía el cuello del muchacho, que dejó de ser en ese acto, sacristán de la Iglesia del barrio para cruzar las puertas que San Pedro tiene guardadas. Nervioso y jadeante, olvidando el dolor que le adormecía su herido brazo, lanzó a «La Nena» por el balcón, que se murió de bruces en el suelo empedrado.

Salió a la calle, besó la frente de su amada y le bajó las faldas para que nadie del pueblo pudiera ver sus aireadas vergüenzas, montó en su caballo huyendo camino de Gibraltar y lejos de la muerte segura que le habría esperado en la horca por el loco asesinato.

Nació en la gaditana villa de Arcos un veintiuno de septiembre del lejano año de 1781 con el nombre de José Mateo Balcázar Navarro y así se llamó hasta que gracias a una pragmática del rey Carlos III aprobada en 1783, su familia le cambió de nombre para llamarse José Ulloa Navarro. Sin embargo, años antes, su padre, un chalán de caballería, en un cruce de apuestas con otro de su misma raza calé y por cuatro duros de plata fue capaz de comerse un infante de burro, de esos que por los valles del Guadalete llaman buches, para ganarse con ello el mérito de sustentar para siempre, él y todos sus descendientes, el mote de «Tragabuches».

Así, Pepe Ulloa dejó de serlo desde el mismo día de su nacimiento y no tuvo otro nombre en toda la Serranía que el de su mote, como al final todos le acabamos conociendo.

Fue su padrino de bautizo un tal Bartolomé Romero, familiar directo de Francisco Romero y Acevedo, quien no fue otro que el inventor de la lidia a pie y creador de la dinastía de los Romero, que como todo el mundo ya sabe, tuvo por mayor referente a otro Romero llamado Pedro.

Y así fue que nuestro gitano se metió a torero.

Tomó la alternativa un doce de septiembre de 1802 en Salamanca siendo su padrino Gaspar Romero, hermano de Pedro, queriendo la mala suerte ese día que Gaspar muriera de cornadas con el primero, teniendo que terminar la lidia el propio Ulloa en una boda de sangre entre la vida y la muerte en la que él siempre fue protagonista de su destino incierto.

Así que aquel otoño, cuando los mató a los dos, se acabaron los coqueteos con el toro para siempre y dejando su oficio de sobresaliente, se echó como tantos otros al monte para vivir la vida errante del bandolero, perseguido de migueletes y apartando almas del mundo en carnicerías absurdas de días de sangre y fuego.

Conoció a «El Tempranillo» cuando entró en la famosa banda de los siete niños de Écija, que en realidad llegaron a ser más de cien en algunas ocasiones.

La persecución estatal sobre esta banda, que otrora fueran adorados por su tenaz lucha frente al invasor francés, no cesó hasta su disolución final. Fueron cayendo poco a poco. Parece ser que el primero de sus jefes fue Aroca, más conocido como «Ojitos» y el último de ellos Padilla, es decir, «Juan Palomo». La muerte les tendió cerco y así, cuando la Audiencia de Sevilla pregona el bando de persecución de estos bandoleros el uno de julio de 1817 al estilo de como se hizo con el mítico y también bandido Diego Corrientes, se nombran a siete de ellos (de ahí quizás lo de los siete niños), estos son; Aroca, Diego Meléndez, Juan Antonio Gutiérrez «El Cojo», Francisco Narejo «Becerra», José Martínez, «El Portugués» y «El Fraile».

El lunes 18 de agosto de 1817 fueron ahorcados y descuartizados exponiéndose en los caminos los cuartos, Luis López y Antonio Fernández, miembros de la banda no reseñados en el bando. Además se dieron mil ducados de recompensa, por lo que fueron cayendo como un rosario de cuentas que se fuera desgranando.

Un 27 de agosto dieron garrote a Diego García «El Hornero», Juan Gómez y Antonio Cariñeña.

El 17 de septiembre, José Escalera fue agarrotado también. El 27 del mismo mes lo fue fray Antonio de Legama, que contó incluso con la asistencia del obispo, mientras se ahorcaba, en el mismo acto, a José Alonso Roxo.

El 7 de febrero, después de ser apresado por el alférez José de Moure, fue arrastrado por un caballo, ahorcado y después descuartizado, «El Cojo». Después Juan Palomo, que había salido vivo de las persecuciones, fue muerto por error de los escopeteros cuando ya había sido indultado al confundirle con otro, acabándose el mito de «yo me lo guiso, yo me lo como».

Pero de Ulloa, del «Tragabuches», nunca más se supo, tan solo que nunca fue detenido ni muerto en refriega alguna.

Hay quien dice que pasó el resto de su vida vagando por otras tierras de España donde nadie podía reconocerlo. A mí, me gusta pensar que se marchó a América en busca de un mundo nuevo, recordando cuando cruzaba El Tajo camino de la plaza de toros, de cuando vivía en Ronda y se paraba para curarse el resuello… Justamente donde ahora un restaurante lleva para siempre su sambenito sello…