Son los últimos románticos del XIX. Tipos duros, incansables en su brega. Sombras que pelean en los abismos un jornal de mil euros. Saben que su trabajo les acorta a diario la respiración de la vida, que son perdedores desde que hace un siglo los nuevos yacimientos de la economía desahuciaron el sector. Su tiznado orgullo familiar y el callo de la supervivencia les empuja al combate, a morir con las botas puestas. Han salido a la superficie de una realidad inhóspita, dispuestos a defender el carbón que les queda. La reducción de 200 millones de euros en ayudas al sector es más peligrosa que el grisú. Sólo en Asturias, más de diez mil familias pueden verse con su economía a la intemperie. No hay mejor razón que avale su lucha, aunque haya que enfrentarse a la policía e intercambiar la violencia que nada soluciona. Al contrario del resto de los gremios, golpeados también en la autoestima y en el estómago, los mineros se han unido. No olvidan que España ha sido una mina de oro para la especulación del ladrillo y la corrupción, para los que han secado las vetas y han volado con las riquezas. Igual que los capitanes financieros que abandonaron a pique los bancos, llevándose la caja cuyo botín supera de salón los cien millones de euros. Los mineros están hechos de pedernal y sueños, una fuerza que les ayuda en su recorrido del camino de la desesperación, rumbo a Madrid, donde el Senado debatirá este lunes los presupuestos generales del Estado. La jornada marcada por la huelga de este gremio con el que se ha solidarizado Ken Loach, el director del realismo de las injusticias sociales.

También el resto de los ciudadanos somos mineros, con los pulmones exprimidos y la cara sucia de esfuerzo y drama, pero tenemos menos arrestos para enfrentarnos a la economía en celo que nos exige picar más piedra, cavar más túneles, sobrevivir en el subsuelo, extraer el carbón que necesita el Gobierno para hacer frente a un rescate que traerá más sacrificio, más dolor, más paro, más impotencia ante el bulímico enriquecimiento de los corsarios anónimos del mercado y las exigencias del Banco Europeo que nos ha proporcionado metadona para que pasemos el mono de nuestra economía yonqui y trilera.

No son tiempos para la lírica, pero sí lo son para la épica. Lo malo es que no tenemos un líder político que la encabece, ni siquiera se le espera. Tampoco el pueblo está para gestas. Una gran parte anda cautivo de su desolación, extraños de sí mismos, como los personajes del estruendoso silencio pictórico de Hopper. Nadie se encomienda al milagro de un gobierno que, al igual que el anterior, no sabe maniobrar frente a la virulencia de la borrasca financiera y la ocupación de los tanques económicos de Alemania. Un gobierno que se esconde detrás del embozo de los términos y teme clarificar la letra pequeña que nos condena a aceptar la inminente subida del IVA, recortes salariales entre otros agresivos recortes sociales, que se alargue la edad de jubilación y que siga aumentando el número de desclasados y excluidos. Más víctimas que alimenten la hoguera de las vanidades de una Europa que ha resultado ser el diablo de Goethe.

El viejo seductor que nos prometió bienestar, desarrollo, modernidad, éxitos y belleza, y ahora reclama nuestras almas y las de nuestros descendientes. El gobierno se persigna y reza (seguro que hasta ha consultado a alguna pitonisa) pero sigue sin consensuar un gabinete de crisis permanente, plural y con cabezas pensantes, si es que quedan en este país. Al contrario, se enroca entre el silencio y la falsas promesas. Como si el pueblo no supiese que la casa en construcción de nuestro futuro es material de derribo, antes de que hayan fraguado los cimientos. Andamos en el desierto, sin brújula ni cantimplora, sin el oasis de la cultura (porque ha sido desahuciada), acosados por las moscas que también se han vuelto alemanas. Con el oráculo de Delfos cerrado por la quiebra de Grecia, ni siquiera en los posos del café atisbamos la imaginación de nuestro destino. Tal vez sólo nos quede convertirnos en mineros y alzar nuestra voz contra las máscaras de los nuevos dioses que no perderán sus privilegios y cada día nos reclaman carbón, más carbón.