Le cuesta a uno realmente distinguir entre cristianodemócratas y socialdemócratas alemanes sobre todo cuando se trata de culpar a Grecia, y sólo a ella, de su suerte. Incluso parece que algunos dirigentes del SPD han tratado de competir en dureza con el propio ministro de Finanzas, el cada vez más inflexible Wolfgang Schäuble.

El vicecanciller y líder del SPD, Sigmar Gabriel, llegó a culpar tras el referéndum griego al primer ministro de ese país, Alexis Tsipras, de haber «roto todos los puentes» que habrían permitido llegar a un compromiso con la Unión Europea.

Con anterioridad a la consulta y dejando atrás cualquier atisbo de neutralidad como presidente que es del Parlamento Europeo, el también socialdemócrata Martin Schulz había intentado influir descaradamente en el resultado del referéndum.

¿No es acaso injerencia el que el presidente de todos los parlamentarios calificase de «fallida» la política del Gobierno de Syriza, y admitiese en la misma entrevista que entendía a los europeos que piensan que los griegos se han estado burlando de ellos?

Menos mal que en el ala izquierda, que todavía existe, y entre los jóvenes (Jusos) del Partido Socialdemócrata, las declaraciones intempestivas de Sigmar Gabriel provocaron fuertes críticas: algunos recordaron a su líder que lo que ocurre con Grecia no debe verse sólo en clave de política monetaria, sino que está también en juego la calidad democrática de la construcción europea.

Los críticos de la inflexibilidad de la Gran Coalición para con Grecia han creado un comité de solidaridad con ese país que, entre otras cosas, ha pedido al Parlamento alemán que trate de la devolución de los créditos impuestos en 1942 a la Grecia ocupada por Alemania porque Berlín aún no ha expiado su culpa histórica con los griegos. Vano propósito, seguramente.

Como quiera que acabe el pulso entre Atenas y sus socios, parece más claro que nunca, después del referéndum, que se impone en Europa un cambio de rumbo si no se quiere acabar incendiando el continente con el fortalecimiento de los partidos nacionalistas y otras fuerzas centrífugas que ponen en peligro la paz social .

Es la hora de la política, y política no es atenerse ciegamente a una serie de reglas, como la llamada «regla de oro presupuestaria», que no tienen en cuenta las circunstancias particulares de los países a los que se pretende obligar como si aquéllas fuesen otros tantos «dogmas de fe».

Se trata, como explica el filósofo esloveno Slavoj Zizek, de «decisiones estratégicas basadas en el poder», que se negocian con cada vez mayor frecuencia a puerta cerrada y sin participación democrática, pero que se nos presentan a los ciudadanos como regulaciones administrativas fundamentadas en el conocimiento de los expertos.

Ese gobierno de los expertos, esa «expertocracia», se basa, dice Zizek, en una ficción: la de que el alargamiento de los plazos de devolución de la deuda de un país, y no es sólo el caso de Grecia, permitirá al final que todos cobren lo que se les debe.

Y ¿por qué, se pregunta el filósofo, se mantiene en el tiempo lo que no pasa de ser una ficción? No sólo porque así se consigue vencer la resistencia de los votantes alemanes a la concesión de nuevos créditos o porque la condonación de la deuda griega haría que otros países como España, Portugal o Irlanda reclamasen el mismo trato de favor.

No, lo más importante es un mecanismo que ya explicó Maurizio Lazzarato en su libro La fábrica del hombre endeudado y es que los «poderosos» en realidad no quieren que los endeudados terminen de pagar lo que deben.

Los deudores deben sentirse «culpables» ante el capital -no es vano la palabra alemana ´schuld´ significa al mismo tiempo ´deuda´ y ´culpa´- y cuanto más culpables se sientan, más terminarán doblegándose, mayor será su dependencia del acreedor.

Aunque, como nos recuerda Zizek, hay deudores y deudores: no sólo Grecia, sino tampoco Estados Unidos está en condiciones de devolver su inmensa deuda. Pero hay deudores que pueden chantajear a sus acreedores porque, como ocurre con el Reino Unido, son demasiado grandes para que se les deje caer o porque, como en el caso de EEUU, pueden controlar ellos mismos la extinción de su deuda.

El ahora tan denostado exministro de Finanzas griego Varufakis declaró en cierta ocasión al diario The Guardian que «una salida griega, portuguesa o italiana de la eurozona conduciría al desplome del capitalismo europeo» con el consiguiente «peligro de recesión» para las regiones del superávit al este del Rin y al norte de los Alpes mientras que el resto de los países caería en una «brutal estanflación».

Varufakis decía, no sin ironía, no estar dispuesto a alentar esa «versión posmoderna de los años treinta» (del siglo pasado), por lo que «los marxistas aceptablemente impredecibles como él eran los llamados a salvar al capitalismo de sí mismo: no por amor al capitalismo, a la eurozona o al Banco Central Europeo, sino para minimizar los innecesarios costes sociales de la crisis».

Como escribe Zizek : «Es triste signo de nuestros tiempos el que haya que militar hoy en la izquierda radical para defender los mismos instrumentos, pero es también una oportunidad para la izquierda la de ocupar el espacio que hace sólo unas décadas era el del centro-izquierda moderado».