Izquierda o derecha. Rojo o azul. Playa o montaña. Naranja o limón. La vida, caprichosa ella, se encarga de hacerte elegir continuamente, reservándote vivencias muy diferentes para cada una de tus apuestas. Nacido en Beverly, el pequeño Niklas se encontró muy pronto con dos puertas cerradas por franquear. Una, la de la música, con una bisabuela entregada a la ópera y unos primos virtuosos de la guitarra y el cante. Otra, la del deporte, con un padre enamorado del baloncesto. Solo quiso la llave de la segunda.

«Desde muy joven veía muchos partidos por la tele. También había en casa una pequeña canasta y con 5 ó 6 años comencé a jugar. Poco más tarde, ya participaba en ligas infantiles». No es que fuese especialmente alto a esa edad. Simplemente, lo que más le llenaba era el deporte y el baloncesto se le daba muy bien. Pronto comenzó a jugar a nivel federado.

Qué días aquellos. Del colegio a la cancha, billete de ida y vuelta. ¿Su casa? Para dormir y gracias. «Recuerdo que era un chico muy activo, practicaba a todas horas con mis amigos, día y noche. Como si había que encender los faros del coche para poder ver. Ya lloviera o nevase, estábamos en la calle jugando al fútbol americano, béisbol y, por supuesto, baloncesto. Era mi favorito. Solo recuerdo eso de mi infancia, solo me veo con una pelota en la mano. Mis padres me lo permitieron», cuenta agradecido.

Nik Caner-Medley estudió en un pequeño centro, el Deering High School de Maine, donde pulverizó todos los registros anteriores. Tras crecer más de 12 centímetros en su temporada júnior, pasó de base a alero convirtiéndose en el máximo anotador histórico del instituto con 35,6 puntos, 15,7 rebotes, 4,6 asistencias y 4,2 robos de media en su último año.

El equipo era modesto, sí, pero sus descomunales números le situaron en el mapa. Prestigiosas universidades norteamericanas suspiraron por él. Maryland sería su destino. La Maryland de Steve Blake y Drew Nicholas. La Maryland que Juan Dixon había dejado en la cima del mundo, con el título NCAA pocos meses antes. Demasiado elevado ese listón. Cualquier resultado deportivo en los cuatro años siguientes sabría a poco. Aunque el reto era apasionante. Habría que empezar de cero. Y «Gunner», como le llamaban por su tiro lejano, lo hizo sin complejos, ganándose en varias ocasiones la titularidad en su primera temporada (5,9 pt, 3,5 reb) y consolidándose en su segundo año (12,2 pt, 4,7 reb). En la 2005-06, su despedida, firmó 15,3 puntos y 6,3 rebotes por partido.

En su adiós, era uno de los cinco jugadores en la historia del centro -como al exbarcelonista Terence Morris- en superar a la vez los 1.500 puntos, 500 rebotes, 200 asistencias, 100 triples, 100 robos y 50 tapones, aunque, como estrella, el peso de la irregularidad del equipo caía sobre él, y se le tachaba de inconstante. No obstante, su tiro, su forma explosiva de finalizar jugadas, su condición de ambidiestro -era zurdo pero su mano derecha no era manca- y su potencia le abrían la puerta del olimpo NBA. Fue un espejismo.

La realidad pintaba sonrisas. El infortunio dibujó el olvido. Estúpida lesión aquella de fractura por estrés sufrida en su pie justo antes del día cumbre. «¿Por qué a mí? ¿Por qué justo ahora?», se lamentaría el de Beverly, que calmó su pena en aquella noche del draft de 2006 en la casa de su madre, con su familia y amigos. Su intervención quirúrgica pesó. Sus 7 meses de baja, más. «Resultó decepcionante pero sabía que no tenía muchas opciones por mi lesión. Fue una época difícil pero aprendí mucho, ahora mirando para atrás valoro esa experiencia». «Siento que soy uno de los 60 mejores hombres de este draft», dijo en aquel verano. Hoy, Nik, prefiere cambiar su frase. «No, no era uno de los 60 mejores jugadores del draft€ sino de los 30. Honestamente, no había 30 mejores que yo. Siento eso tras ver mi carrera universitaria y otros muchos también lo pensaron». Con esa confianza en sí mismo, el jugador trabajó en su rehabilitación y no lo dudó al aceptar, en la primavera de 2007, la propuesta del Artland Dragons alemán. «Necesitaba jugar. Suponía una buena oportunidad para ponerme en forma y volver a las pistas».

Caner-Medley apuró su sueño NBA en el verano de 2007. Las buenas sensaciones que dejó en las ligas de verano con Sacramento le hicieron empezar la pretemporada con los Kings. Sin embargo, otra vez una lesión -ésta, menos grave- se cruzó en su camino, por lo que terminó en la NBDL, con los Sioux Falls Skyforce, donde arrancó a lo grande, con una media de 21 puntos y 11 rebotes por choque. Después de solo 6 partidos allí, cuando parecía que la NBA, por fin, sí parecía guardarle un sitio, cambió su carrera y su propia vida al oír los cantos de sirena provenientes de Gran Canaria, y cruzó otra vez el charco.

«Tuve dos reacciones con la oferta del Granca. La primera, el honor de que me llamasen de la ACB, que ya sabía que era la mejor liga de Europa. La segunda, ilusionarme con el clima y con su sol, y más después de tanta nevada aquel invierno». En la isla, prolongó esa evolución mostrada en Alemania, sintiéndose cada vez más cómodo en posiciones interiores. Sus guarismos, 7,8 puntos, 4,3 rebotes y 8,2 de valoración.

El Capo d´Orlando italiano le hizo una oferta difícil de rechazar. «Quise ir a Italia porque su entrenador me prometió jugar 35 minutos por partido y pensé que era una opción idónea para explotar». Todo quedó en papel mojado. Un tsunami burocrático llevó al UPEA a la Serie C -5ª división en Italia- en ese 2008 y Nik se volvía a casa decepcionado. Golpe de suerte para el Cajasol. El conjunto hispalense no pudo empezar peor la liga, hundido en la tabla y con olor a descenso desde muy pronto. Tocaba revolución. «Antes del final de la primera vuelta me llamó el Cajasol, que estaba último. Pero me pareció un reto interesante e intenté ayudar lo máximo posible para conseguir la permanencia». De la mano de Pedro Martínez, al que Nik cita como uno de los entrenadores que más le han marcado, los sevillanos consiguieron el milagro.

Clay Tucker quedó como el héroe, a base de exhibiciones anotadoras pero la ayuda de Caner-Medley, que llegó para reemplazar a Warren Carter, resultó importantísima. Al segundo partido ya rozaba los 30 de valoración. Anclado en los dobles dígitos (10,7 pt) y brillante en el rebote (8), el norteamericano se ganó a San Pablo. Por eso le dolió salir por la puerta de atrás.

El 22 de mayo de 2009 saltaba la noticia. El Cajasol le imponía al ala-pívot la multa más alta que permitía su régimen interno tras una pelea con su compañero del filial Diouf. Niklas acabó en el hospital por las heridas en su rostro. Su oferta de renovación acabó en el limbo. «Éramos compañeros aunque no salíamos mucho juntos. Fue una discusión y la situación fue a más, hasta que ocurrió. Los dos somos hombres, tenemos nuestro orgullo y a veces una situación lleva a otra. Es un buen tipo. En los medios de comunicación no fueron del todo exactos con la noticia, ya que no estábamos en un pub sino caminando por la calle. Pero ya da igual. Es una lástima porque habíamos tenido una buena temporada y resultó un final amargo. Mis padres me dijeron que aprendiese y no lo volviera a hacer».

Esta vez no había sido una lesión. Aquella pelea podía sepultar su incipiente carrera. Una mala noche y todos los méritos al garete. El punto de inflexión era crítico y únicamente un conjunto se atrevió a darle otra oportunidad. «Les daré siempre las gracias. Los equipos se echaron atrás, nerviosos, por mi incidente en Sevilla. No se fiaban de mi carácter. El Estudiantes tomó sus riesgos y fue el único club ACB en presentarme una oferta. Me sentí muy agradecido».

Tras una gran temporada, media ACB le seguía. Rozó la NBA con la yema de los dedos tras conquistar a los Clippers en la Summer League, pero una lesión -¡otra en mal momento!- en su muñeca le dejó en el dique seco por dos meses. Su amor colegial le esperaba con los brazos abiertos y, muy tarde, en pleno octubre, se confirmó su regreso al Asefa.

Nik es un loco de la música. Rhythm & blues, hip hop, rock & roll y lo que surja. «Prefiero ser entrenador pero cuando sea más mayor sí me gustaría ser productor o algo parecido», confesaría en una ocasión en el diario AS. ¿Abrimos la segunda puerta, Nik? ¡No tan rápido! «Me influye esa parte de mi familia tan relacionada con ese terreno, aunque más aún mi padre con el baloncesto. Me gusta escuchar música pero yo a lo mío, dejo que los músicos hagan su trabajo».

Amante de los animales, no se lo piensa a la hora de identificarse con una especie en concreto. «Soy un amante de los perros. Pero en el contexto adecuado, eh, que no tengo nada que ver con ellos. Sí que queda mal decir que soy como un perro, mejor no lo pongamos», explica entre carcajadas. Caner-Medley transforma su discurso en latino a la hora de hablar de comida. «Nachos, guacamole€mmm, me vuelven loco», confiesa con acento mexicano al reconocer que es un enamorado de la comida de ese país. «Cuando tengo la oportunidad la como, aunque hay que tener cuidado y moderación. Es una comida que me encanta y hay buenos sitios por Madrid».

«Soy un tipo relajado y tranquilo. Entreno, voy a casa, veo la tele y devoro la NBA. Salgo a la calle con el perro o me da por caminar. Además veo películas, me encanta bromear con familia y amigos y salir con los compañeros de equipo. Disfruto estar rodeado de gente, odio estar solo, así que imagínate qué ilusión me hacen las visitas».

«El baloncesto es lo primero en mi vida», confesaba Niklas a su llegada a España. Tampoco es que lo disimule demasiado ese voraz ala-pívot con hambre de títulos. Entre sueño y sueño, turno para un misterio, el de su apellido compuesto, con Caner, el de su progenitora, por delante, algo muy poco común en Estados Unidos. «Mi madre no quiso cambiar su apellido cuando se casó con mi padre y él, que es un tipo muy majo, aceptó. Entre ambos decidieron lo de Caner-Medley. Está guay, ¿verdad?».

*Daniel Barranquero es periodista malagueño y redactor de www.acb.com