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«Salía de una orgía y se iba a leer la Biblia»: la difícil historia de Little Richard

Llega a los cines el documental Little Richard: I Am Everything, un homenaje de Lisa Cortés al pionero del sonido que definió el siglo XX y el arquitecto queer del rock n’ roll

Little Richard, peinándose.

Little Richard, peinándose. / La Opinión

Álex Serrano

Little Richard tendió los cimientos del rock and roll, el movimiento musical y juvenil más importante del siglo pasado, abriendo la puerta a un firmamento de estrellas de la música cargado de rebeldía y ambición. Lo consiguió, además, siendo pobre, negro, gay y discapacitado en un tiempo en la que la homosexualidad era ilegal y Estados Unidos mantenía vigentes leyes de segregación racial. El documental Little Richard: I Am Everything, dirigido por Lisa Cortés, se estrenó el pasado fin de semana con el propósito de reivindicar el papel del artista como piedra angular del rock and roll. Y busca hacerlo, por primera vez, sin pasar de puntillas por su sexualidad o sus contradicciones.

Nacido en 1932 en Macon (Georgia), un pueblo religioso y conservador del sur de los Estados Unidos, Little Richard creció junto a sus once hermanos en una casa con tantas estrecheces como contradicciones. Su padre era un estricto pastor adventista que le acabo echando de casa cansado de lo que consideraba extravagancias inaceptables, pero también regentaba un club nocturno y tenía una destilería clandestina de alcohol en su propia casa y no dudó en dejarle volver al hogar familiar cuando vio que su carrera musical empezaba a funcionar.

El documental destaca muy pronto las ganas de ir a su aire de un joven que pasó de aporrear las teclas del piano cuando apenas sabía caminar a cantar gospel en la iglesia y engalanarse con las joyas y el maquillaje de su madre. También habla de alguien que supo ver el valor de Rosetta Tharpe, cantante de gospel considerada por muchos como precursora del rock and roll, o de figuras diversas del dirty blues, pioneras queer del género musical y del drag en una época en la que el homosexualidad y el transformismo eran ilegales.

Ya desde sus primeros pasos, Little Richard asumió como suyos esos valores de rebeldía. Durante su primera grabación discográfica, se mostró indómito y acabó tocando el piano de un tugurio cercano al estudio de grabación, en el que interpretó una explícita oda al sexo anal que, convenientemente suavizada, se convertiría en su primer gran éxito: Tutti frutti. Un hit que, con su explosivo Wop bop a loo bop a lop bam boom, acabaría vendiendo muchas más copias en manos de artistas blancos como Elvis o Pat Boone. Primer aviso de que la industria musical estaba encantada de aprovechar el talento e inspiración de los artistas negros, pero no se sentía tan cómoda dándole el protagonismo consiguiente.

Los años cincuenta reunieron a una generación que quería dejar atrás los recuerdos de la guerra con el nacimiento formal de lo adolescente, una juventud que, por primera vez, se mostraba muy vocal en su afán por encajar en lo establecido. El director de cine John Waters, uno de los múltiples testimonios entre artistas, familiares y colaboradores de Little Richard que desfilan por el documental, lo resume con su habitual precisión: «La primera canción que a ti te encanta y tus padres odian es el inicio de la banda sonora de tu vida. Little Richard me dio el impulso para rebelarme siendo muy joven».

Un artista peligroso

Para la moral establecida de aquellos días, Little Richard era peligroso. Cantaba sobre sexo de manera explicita y proyectaba una ambivalencia que no resultaba amenazante pero sí provocadora. Sus jadeos y gritos cantando y su performance sobre el escenario era algo fuera de lo común le llevó al calabozo en múltiples ocasiones. Él tampoco hizo mucho por cambiar esa percepción, tanto dentro como fuera de los focos. «A mí me iba todo. Si llamas a mi puerta y me apetece, yo decía: Adelante», asegura en el fragmento de una de las entrevistas incluídas en el documental.

Las orgías, la sexualidad libre y abierta y sus problemas con las drogas y el alcohol que caracterizaron su vida venían acompañadas, por contraste, de unas férreas creencias religiosas que le llevaron al arrepentimiento y a llegar a proclamar que se había «curado» de la homosexualidad. Contradicciones personales que le perseguirán (y atormentaron) durante toda su vida. «Salía de una orgía y se iba a leer la Biblia» , se afirma en un momento del documental.

Arquitecto del rock

Su trayectoria musical se vería, igualmente, marcada por ser tremendamente generoso con artistas que acabarían por hacerle sombra a ojos de un público y unos medios de comunicación ansiosos por elevar nuevos ídolos y poco permeables con lo extravagante. Little Richard apadrinó de una manera u otra a artistas como James Brown, Jimi Hendrix, los Beatles o los Rolling Stones y sirvió como inspiración y referente a músicos que van desde Elvis hasta David Bowie. Y, sin embargo, libró una encarnizada batalla con la industria musical para recibir el dinero que le correspondía como creador de canciones legendarias como Long Tall Sally, Lucille o Good Golly Miss Molly y para lograr el reconocimiento que merecía como arquitecto del rock and roll.

El documental de Lisa Cortés pone en valor esa trastienda de cómo la industria se ha servido tradicionalmente de minorías como combustible creativo de artistas blancos y, hasta hace no tanto, se ha olvidado de ponerlas en valor. Quizás el espíritu de Little Richard: I Am Everything lo resume la pregunta que lanza en él Fredara Hadley, etnomusicóloga de la Julliard School: «¿Qué supondría para la mitología estadounidense de la música rock decir que sus pioneros fueron negros y queer?».