Strauss Kahn, ese hombre con pinta a medio camino entre suegro cachondón y propietario de una fábrica de embutidos, ha sido el único responsable del Fondo Monetario Internacional que ha tenido la gentileza forzosa de dimitir. Ha sido por una asunto sucio, de los de roña y bragueta, que deja sobre su propia marca el fantasma de una indecencia que en realidad son dos; la primera por lo que ha podido o no hacer y la segunda, no menos importante, porque si no hubiera sido por esto último jamás se le habría ocurrido abandonar la casulla de sumo del FMI.

Rato, que se quedó pasmado frente a la evidencia cochina de la crisis, tampoco pensó en retirarse y Lagarde, severísima Lagarde, perseverará a menos que su gestión se entrevere con testimonios de camareras, petimetres, periodistas y otros miembros de ese bestiario de caballerizas que protagoniza el desahogo monumental de la depresión. El escándalo de Kahn solapa otro escándalo, el de la impunidad jactanciosa del organismo, únicamente intercambiable con la de los bancos y los urbanistas más patológicos de este mediterráneo vociferante.

Aquí, como en las partidas escolares de mus, no paga nadie y las calamidades provocadas por las decisiones sobre el tablero se trasladan a todos los que estaban fuera del casino y sin derecho a opinar. El FMI no ha pedido perdón por su inoperancia frente a la caída de un sistema del que se consideraba poco menos que patrón y timonel. Ni siquiera cuando los países que se plegaron modélicamente a sus designios le estallaron en las manos como figuras de arcilla sometidas a una presión injusta, más pendiente del mantenimiento del juego que de las necesidades de la población.

El desastre de Argentina no prefiguró la crisis, pero sí la manera de salirse por la tangente de la mayoría de los que la idearon, al menos de un modo casuístico y económicamente alborotador. La indolencia de tanto y tan bienaventurado gerifalte abunda, incluso, en la incapacidad para reaprender el camino y cambiar, aunque sea en la parte más epidérmica, de paradigma. De la intención de humanizar el capitalismo, compartida hace tan sólo unos meses por Merkel y Sarkozy, se ha pasado a la carrera sofocante del euro y la confianza en que la misma receta que condujo a la hecatombre llevará milagrosamente a la reconstrucción, incluida la premisa local de que un español medio puede, y, sobre todo, debe, adquirir un mínimo de dos viviendas en propiedad.

No hay por qué ser hipócrita ni populistas. La crisis descubre a sus responsables entre encorbatados vencejos, pero también entre los que les creyeron. Lo verdaderamente indecente es que únicamente estos últimos, sumados a otros muchos que ni se dejaron embaucar ni, por supuesto, embaucaron, son los que están pagando la derrota. Y los que la pagarán, por más que aquellos se enreden en sus matrices blancas, en sus operetas y traiciones de salón.