Un instante de 50 milímetros. Ese era su botín. Con ojos de pintor y una mirada natural nunca dejó de robar la vida en blanco y negro. Se le puede ver hacerlo. Su figura larga, enjuta, la cámara entre las manos cruzadas a la espalda, deambulando por la calle, en medio de una plaza, camuflándose entre la multitud con disimulo, el juego flanerie enfocado a cazar el azar. De repente la mirada en alto, de puntillas ágiles el ladrón y el click. En una película, siempre acertando con su Leica en el corazón. Cartier-Bresson filmado inmortal. Poeta de la calle también en blanco y negro, en la maravillosa exposición que nos cuenta, en la Fundación Mapfre de Madrid hasta el 7 de septiembre, su trayectoria como fotógrafo desde la estética surrealista hasta el foto-reportaje o su estilo intimista de los últimos años. 500 imágenes, películas, dibujos, libros, cartas, que desglosan minuciosamente su trabajo, su posicionamiento con la realidad, lo social y la política a través de la fotografía. Los territorios y el estilo del ladrón del instante decisivo que le hizo famoso. La marca que lo convirtió en uno de los grandes maestros de un arte que él sintetizó en una frase directa y sincera: «Observo, observo. Es con los ojos con lo que entiendo». Cartier-Bresson, perfil hermoso, dandy en dibujo, el pelo en goma estirado hacia atrás, su retrato joven al frente de una exposición que seducirá a todos los que acudan a Madrid a soñarse en la mirada del poeta. Igual que hice yo al recorrer ese cuaderno de apuntes que era su cámara hace un mes en las paredes del parisino Georges Pompidou donde se acababa de inaugurar lo que también pudo haberse titulado Cartier-Bresson Life.

La crisis nos ha dejado un poco ciegos. Tal vez mucho, según quién o qué sector. La cultura que durante décadas se miró narcisista en el espejo de las subvenciones políticas y en su propio espejismo, debe aprender de nuevo a mirar para reconocerse. Puede hacerlo al enfocar a los médicos residentes malagueños que no han cerrado los ojos por miedo a no tener mañana un trabajo y nos han abierto los ojos a los demás al negarse a ejercer de médicos para que la administración no tenga que cubrir vacaciones. O viéndose en la actitud de los actores y trabajadores temporales del Festival de Teatro de Aviñón. Y, por supuesto, mirándose en Cartier-Bresson. En el joven que en los años veinte se inscribió en una academia de pintura, aprendió geometría y composición, y experimentó con ceras y lápices antes de comprarse su primera Leica. Era el momento El momento idóneo para acercarse a las reuniones de los surrealistas en los cafés de la Place Blanche y desde el silencio, en la esquina de una mesa, en torno a André Breton, aprender la magia de los objetos empaquetados, de los cuerpos deformados, de los soñadores con los ojos cerrados. Los años en los que el joven que hace collages imitando a su amigo Max Ernst, y enfoca escenas callejeras como si fuesen pinturas de su admirado Cézanne, firma sus primeros reportajes de prensa en el semanario del Partido Comunista Francés Regards, dirigido por Aragon. El retrato de Leonor Fini desnuda en un río, el poeta Charles Henri Ford subiéndose la bragueta en un urinario público de París, los clochards y gitanos durmiendo en la calle.

Una de las sorpresas de esta exposición es el apartado dedicado a su trabajo como cineasta, muy vinculado a su militancia comunista entre 1935 a 1945 y a su amigo Jean Renoir, de quien fue ayudante de dirección en tres películas, destacando sin duda su documental La victoria de la vida sobre la guerra civil, encargado por el Centro Sanitario Internacional. Las imágenes, de excepcional calidad e inspiradas en el expresionismo soviético que había aprendido en Nueva York, enseñan varios hospitales del bando republicano, el trabajo de los médicos y enfermeras, el trasiego de camillas y heridos, el dolor, el miedo y la esperanza de los soldados españoles y extranjeros. Muchas más cosas forman parte de esta fascinante muestra acerca del creador, junto con Robert Capa, David Seymour, George Rodger y William Vandivert, de la célebre Agencia Magnum en 1947, referente imprescindible durante más de tres décadas del mejor fotoperiodismo de la historia: las multitudes en los funerales de Gandhi, la fiebre del oro en Shanghái, la muerte de Stalin, la Cuba que despidió a Benny Moré en 1963, el Mayo del 68, su viaje a México junto con Manuel Álvarez Bravo y sus fotografías sobre las prostitutas. Cartier-Bresson ofreciéndose desde el agujero de un cajón de madera, los rostros y el escote provocador de una de ellas asomados por ese simulacro de ventana y vitrina. Sin olvidar las imágenes que captaron la construcción del muro de Berlín entre otras enmarcaciones de la Historia, de famosos artistas y de gente anónima de la calle con las que el maestro siempre dejó claro que la foto es una acción inmediata, el dibujo una meditación. Una frase que resume su última etapa. El refugio en una fotografía contemplativa que terminó llevando al dibujo. Suave poesía también. Haikú al final.

Las imágenes también hablan. Se desprende de esta maravillosa exposición que merece la pena regalarse. Un espejo en el que mirarse para reconocernos humildes, víctimas de las guerras, con derecho del trabajador al ocio que impuso el gobierno de Leon Blum y hoy hemos perdido, y aprender que la felicidad son pequeños instantes que capturamos. Que el ojo también escucha la vida. Su queja y su poesía. Nos lo enseñó Cartier-Bresson.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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