Avanza el tiempo a borbotones, desenganchado de la convención, con la serpiente de la política blandiendo su manzana empachosa por todas partes, haciendo anhelar la era ya lejana y tosca en la que el español medio no sólo se ufanaba de no votar, sino que parecía narcotizado y bendito con sus cachivaches de mileurista y su hipoteca trampa, de las que se contrataban con la guadaña amaestrada entre cantos de sirena y tipos bajo de interés. En plena precampaña para las municipales, y con la amenaza, para las autonómicas, de una deshonrosa segunda vuelta, todo parece colapsado de estrategia y de estrategas. Los partidos se enfrentan por primera vez en cuarenta años con un electorado motivado, que ha pasado de la indolencia al estrés político por la única vía que parecía posible: la del escarnio y la propia necesidad. Por más que se empeñe el cinismo pseudoliberal en reducirlo todo a una serie de irresponsabilidades frenéticas, la realidad de los españoles es la de un pueblo humillado, al que después de la degradación de su patrimonio y sus servicios públicos apenas le queda aspirar a convertirse por cuatro duros en portero de discoteca o la aventura tramontana de la emigración. Los españoles están obligados a dejar de serlo para sobrevivir. Y toda la mezcla de privación y angustia desata esa pompa de cólera multidireccional traducida ahora como energía para el sufragio: rabia elemental y desenmascarada, tanto en los que no tienen ninguna clase de futuro como en los que intentan maquillar de ciencia y de sutileza ideológica y europeísmo lo que no es más que el miedo medieval de ver alterado el status quo y su prevalente posición. En un país en el que la estafa y la criminalidad está amparada por la ley y las instituciones, en las que se nombran a presidentes del Tribunal Constitucional con carné de partido y se echa un capote a los delincuentes poniendo en marcha una injuriosa amnistía fiscal, todo deseo que no parta de la urgencia de una severa y radical transformación no es más que incompetencia técnica. Y algunos, en meritorio despropósito, siguen pensando que la culpa de la crisis sigue radicando en exclusiva en el deseo inoportuno de los albañiles de querer vivir como si fueran hijos de cirujanos. Puro egoísmo disfrazado, bananero en su verdad ridícula, añosa, de descompensación social.