Al ver por primera vez a su esposa sin maquillaje tras la noche de bodas, su marido la ha denunciado por un feo fraude. Su país, Argelia, es todavía en gran parte un lugar distinto del que soñó hace medio milenio el canciller inglés Tomas Moro. Porque este señor propuso que, para evitar esos disgustos, que antes de casarse los novios se vieran desnudos (y, se supone, limpios de polvo y paja, como dice el refrán). Su consejo ha sido muy seguido en Europa, por países, al menos en eso, reales y prudentes, no utópicos.

Y no concluyo que el señor Moro -¡vaya apellido, en este contexto!- tenía más razón que un santo, porque él lo fue, canonizado por su martirio, y no en el matrimonio, como imaginaría quizá un malpensado, sino perder la cabeza de otro modo, a manos del verdugo por defender al papa más que a su rey.