No hacen ni dos semanas que nos hemos quitado de encima la posibilidad de unas nuevas elecciones generales, y sin que la ministrada le haya cogido aun el gusto al maletín y el tono a las llaves del despacho («La pequeña es la del armarito de la entrada; ésta de colorines, la del cajón de la mesa»), y ya hay quienes están proponiendo nombres de candidatos del PSOE para discutir la alcaldía de Málaga. No sé si entran en la categoría de «Pasa tú, que a mí me da la risa», en la de cocina tradicional, poniendo a un candidato a hervir a fuego lento tres años o en el de maldades tan abyectas que sólo de la mente de compañeros de partido pudieran salir. Tres años, unos mil días, son una eternidad en la vida humana; dos eternidades y media en política, ecosistema en el que la movilidad es sísmica y no coreografiada y, por mi desconocimiento enciclopédico de las estrategias certeras en política, no tengo claro si es una buena medida o no.

El camino del infierno está empedrado de cargos y encargos previstos, es cierto, pero consuela que exista la posibilidad de que el PSOE presente un candidato a la alcaldía, lo que para mí resulta una novedad, si aceptamos que sólo deberíamos calificar de candidato a quien pudiera y quisiera optar a gobernar esta ciudad, precisamente por ese orden.

Me quedo, por tanto, en las vísperas, en el amago, en el cosquilleo del estornudo en formación: ni se me ocurre dar la enhorabuena a quien podría ser un verdadero candidato, no vaya a ser que. Y pido por favor, que respetemos los tiempos, que ya se me hace muy cuesta arriba ver los turrones en el Mercadona en agosto y los trajes de Primera Comunión en Todos los Santos como para ir sorteando alcaldables a tres años vista.