El hecho de titular de esta forma un artículo actualmente puede llevar a pensar a cualquier lector que voy a escribir sobre el rictus más o menos enfermizo -cadavérico para algunos- que nuestro país puede presentar en estos «gloriosos» momentos de su historia, que es la nuestra. Pero no es así. No tengo humor y creo que los que me lean tampoco, como para ponerme a hablar ahora del desafío a Trump, la legislación antifranquista, el trasiego de cadáveres, la eutanasia y demás temas necrófilos, que tanto parecen ocupar a este gobierno, que, por otro lado, parece despreocuparse de otras menudencias como la terrible e injustísima situación del campo español, las alarmantes últimas cifras del paro, o el virtual desmembramiento de la Nación. O también es posible que intenten entretenernos con aquellas zarandajas, para que nos olvidemos de estas minucias. Llega un momento de tal hastío, que uno prefiere sumergirse en las páginas de un libro, en las notas de un concierto, en las imágenes de alguna de las películas oscarizadas, o en intentar que sobreviva una planta de café, antes que llegar a un punto de tal indignación, que uno sienta el deseo de hacer algo que ni quiero, ni debo mencionar.

La faz de España es el precioso título con el que Carlos Pranger ha traducido The face of Spain, una obra inédita en español de Gerald Brenan, que la discutida y calumniada Casa del escritor en Churriana acaba de publicar hace unas semanas. Miren, no voy a ocultar de ninguna forma algo de lo que me siento orgulloso: soy amigo de Alfredo Taján. De la misma forma que lo soy de otras pocas personas a las que quiero de igual forma, o aún más, aunque entre ellas no haya cordialidad alguna. Pero discutir lo que Taján hizo en el laminado Instituto Municipal del Libro, o lo que está haciendo en la Casa Brenan, con escasos medios, es sencillamente estúpido. Es negar la evidencia. Y una prueba de ello es la publicación de este libro, cuya lectura aconsejo vivamente, que seguiría sin leerse en España, a pesar de su belleza, su claridad de ideas, su altura intelectual, e incluso sus errores, que los tiene. Porque hay momentos de su lectura en que se establece un verdadero combate intelectual entre el escritor inteligente y culto y el lector, que conoce el terreno que pisa. Y ese combate intelectual es la esencia del saber humano.

Carlos Pranger es el depositario del legado de Gerald Brenan en España y ello, unido al hecho de haber convivido desde niño con el escritor y a su dominio del idioma inglés hacen que, junto a Alfredo, compongan un equipo que puede hacer mucho, muchísimo, por la difusión de la obra de Brenan, por el esclarecimiento del mundo que vivieron los intelectuales británicos en nuestra costa y, si el presupuesto se adecuara a las necesidades y posibilidades reales de esa institución, seria perfectamente factible que el embrión de biblioteca que está empezando a gestarse allí se desarrollara y se convirtiera en la gran biblioteca en inglés de Málaga. Podría llevar a cabo proyectos conjuntos con las universidades británicas, realizar cursos sobre historia y literatura inglesa, acercar a las siempre atadas por lazos de amor/odio España y Gran Bretaña, crear algún tipo de asociación de amigos y hasta realizar algunas de las múltiples actividades que un club puede llevar a cabo para regocijo y jolgorio de sus miembros, que diría el gran Chesterton. Claro que para eso hay que pasar algunos días en cualquiera de los clubes de la zona del Mall, Saint James, o Jermyn Street que, sin sonrojo alguno, un glorioso roastbeef y un buen malta de sobremesa, resisten impávidos al Brexit, o conspiran para traerlo, como es posible que haya hecho el difunto sir Roger Scruton, padre del más grande pensamiento conservador desde Burke, porque el cuero ajado de sus chéster y el silencio de sus salas de lectura son tan sólidos, que solo podrían ser perturbados por el desaliño indumentario de algunos renombrados miembros de este gabinete. Supongo que no tengo que explicar que gabinete, en este caso, intenta querer decir gobierno.

La faz de España, como antes decía, excelentemente traducido por Pranger -con la pequeña salvedad, y disculpa querido Carlos, de que los toros en el campo no se reúnen en rebaños, sino en manadas, camadas o simplemente grupos- me ha reconciliado definitivamente con Brenan. Supongo que España, con todas sus grandezas, miserias y contradicciones, entró tan profundamente en el alma del escritor, que gracias a ella pudo reconciliarse consigo mismo y apartar a muchos de los demonios familiares, que pululaban por su cabeza. Este libro, a través de un viaje, entendido como lo concebía Montaigne, que Brenan realizó en 1949 por el sur y centro de la península, acompañado por su mujer Gamel Woolsey, es un compendio de conocimientos sobre España, sobre su historia, sobre su literatura, sobre sus habitantes, sobre su forma de vida, de tal calibre que en sus trescientas cuarenta y seis páginas encierra muchas claves para entender a este país. Tengo el libro subrayado con lápiz -cuántos grandes han muerto en los dos meses que llevo sin escribir y lo digo ahora por Steiner- anotado al margen, trabajado y trillado y compruebo con ello, como bien dice Pranger, que el hecho de no ser especialista en ningún campo, permitió a Brenan escribir en libertad. Su amor por la poesía de San Juan de la Cruz, de Góngora...»Oh excelso muro, oh altas torres coronadas, de honor, de majestad, de gallardía€oh patria, oh flor de España». Es esta una muy peculiar literatura de viajes, pero es algo más, mucho más. Narra para atrapar al lector y es cierto que sin memoria no somos saber y si no somos saber no somos nada.

Tengo que decir que me indignó la visión de Brenan sobre la Inquisición en Córdoba, producto seguramente de la calumniosa forma torcida que la educación inglesa inculcaba y casi sigue inculcando en los niños. ¡Ay, Dios mío, el odio inculcado en las escuelas, de cuantas muertes es responsable en la historia de la humanidad! Hay una cierta dosis de supremacismo en Brenan, que se entrelaza con el amor a nuestra patria, que se le escapa entre los dedos y el amor al sur, al Mediterráneo, como origen de la civilización y la cultura, aunque ahora lo contempla sucio, andrajoso y pobre. Y con qué arrobo y encanto afirma que España es la más romana de todas las naciones que formaron parte del Imperio romano. Todo el libro está lleno de inteligentes comentarios sobre materias dispares, desde Galdós a las clases sociales dentro de la servidumbre y los camareros de España en comparación con los de Inglaterra, sobre el anticlericalismo español, sobre la curiosa afinidad española entre el culto religioso y la pastelería, sobre la increíblemente aviesa manía destructora de los españoles hacia su patrimonio, sobre el respeto español a los valientes y al que desafía a la autoridad, sobre el parecido entre España y Rusia antes de la revolución, sobre Málaga alegre y vital, que acuñó moneda fenicia y que manifiesta no solo el pulso español, sino también el de los grandes puertos del levante mediterráneo en la línea de Nápoles, Atenas, Beirut, Alejandría, sobre el cardenal Herrera Oria al que admira y da a entender que estudia y sigue sus pasos, sobre la constante comparación entre los dos países en situaciones parecidas, Inglaterra con su pragmatismo y España con clase y pasión a pesar de la pobreza, sobre Juan Valera, al que llama el Jane Austen español, sobre la dicotomía tiempo-espacio que transcurren lenta y anchamente en España, sobre el azul y el rojo en los atardeceres de Granada...

Pero si hay un espacio en el que Brenan se interne con verdadero dominio y alegría, comparable a la de los chicos que se lanzan al mar, es en la arquitectura y el Arte. La emocionante diferenciación que lleva a cabo entre el gótico francés y el español, el análisis del barroco, los comentarios sobre el aire en los cuadros de Velázquez y su elegante indiferencia hacia lo que pinta son hermosísimos. Y es realmente prodigioso el arsenal de conocimientos y la alta espiritualidad con que se sumerge, por ejemplo, en el análisis de la Mezquita de Córdoba. Su conocimiento intuitivo de lo ya hoy en día establecido por los modernos historiadores de la arquitectura, acerca de la estructura del mihrab vacío y cubierto por una bóveda perfectamente geométrica, desplazando la carga y la presión del centro a los puntos en que se entrecruzan las nervaduras, como una versión de las iglesias armenias de los siglos V y VI, y la alternancia de los colores en las arcadas de columnas, como una copia de los acueductos , son de una clara inteligencia y una alta cultura. Los árabes habían sido pastores nómadas hasta ochenta años antes y ahora eran guerreros galopantes hacia el norte. Y no tenían una arquitectura propia, todo era puro Bizancio, como sería durante muchos siglos, si pensamos en que Constantinopla no cae hasta 1453.

Y especialmente profunda y casi inmaterial es su visión de Toledo y del Greco. Aquella como una ciudad de iglesias y monasterios, como una bellísima simbiosis entre Jerusalén y el monte Athos. Y este, en una descripción, que nada tiene que envidiar a la de Cossío, como la manifestación del espíritu teológico bizantino, como una fantasía teológica, como los ángeles que ascienden semejantes al incienso hacia las zonas superiores del arte bizantino.

Luces y sombras, la aversión española a los árboles, la monotonía del péndulo histórico español, siempre regular en sus oscilaciones. Es interesante, curiosa y esclarecedora la intuición de Brenan respecto al porvenir político español en aquellos años de miseria, de derrota de las potencias del Eje y por tanto de aislamiento español. Pragmático como buen inglés, no quiere problemas con las autoridades franquistas y, aunque habla de la Falange con especial dureza y describe a Granada como «la ciudad que mató a su poeta», realmente caracteriza a Franco como un hombre que deja robar a los que le rodean para evitar que se dediquen a hacer política y poder gobernar en solitario. Pero quizás lo más intuitivo y casi profético de su análisis - y las profecías tienen mucho de estudio y conocimiento- es la descripción que hace del único camino posible para que se instaure la democracia en España, que no era otro que el que realmente se siguió en la Transición. Crear una clase media, transformar la pobreza en abundancia, eliminar la posibilidad de un cambio violento y traumático y, con ayuda de los tres o cuatro grandes países europeos, evolucionar hacia una monarquía parlamentaria. No sé si con la legislación que parece estar incubándose en el Congreso, esto que estoy diciendo podrá decirse en un futuro más o menos próximo. Como en aquellos años de censura, porque ni El laberinto español, ni La faz de España pudieron publicarse entonces.

El libro termina de una forma más o menos esperable y suponible. Vuelta a Londres, tras la aventura exótica por un país extraño. Vuelta al aburrimiento y la placidez de la verdadera libertad y la vieja democracia. Vuelta a la lluvia civilizada desde el sol iracundo y salvaje del sur. Como el mismo Brenan dice, contemplando las calles de Londres tras los cristales del coche, vuelta a un país tedioso, pero en el que merece la pena vivir. Un país cuyos habitantes no se dedican a matarse unos a otros.