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Cuaderno de mano

Ikebana con la realidad

Hemos visto en la pandemia y en su preocupante resaca la actitud política de no renunciar a las dietas ni a bajarse sus nóminas, mientras al resto nos nuevanormalizan la supervivencia low cost

Vivenciolo. La música en una palabra, un instrumento acaso, un santiamén de felicidad. No tiene este vocablo la poesía de un significado, la representación de una onomatopeya o un vínculo con lo imaginario. Es el nombre de un santo, hijo de Aquilino, compañero de Sidonio, acunado en Lyon donde hoy lo celebran sus campanas sin que exista memoria de sus milagros, ni oración que rezarle. No hay favor que pedirle invocando su onomástica que tintinea como el cascabel suave de cuando le da la luz a una palabra. Habría que escribir un diccionario de términos ingrávidos como éste para conjurar la gravedad de los de cemento portland, con las que nos imponen de nuevo un mundo que aceptamos. Cada crisis repite el mantra: sacrificio, esfuerzo, austeridad. Tres conceptos como piedras en los bolsillos, en los zapatos, bajo la almohada de nuestra clase media a punto de expirar sin apenas resistencia frente a los mismos sin rostro que habitualmente deciden e implantan, enriqueciéndose más con cada conflicto económico del que siempre los del medio y los de abajo pagamos la cuenta y el pato.

Hemos visto en la pandemia y en su preocupante resaca la actitud política de no renunciar a las dietas ni a bajarse sus nóminas, mientras al resto nos nuevanormalizan la supervivencia low cost, con muertos sin resolver en sumas, rectas y divisiones de sangre, como en aquel poema lorquiano de 'Oficina y denuncia' de Poeta en Nueva York. Suenan amenazantes otros vocablos relacionados con los Ertes que se convertirán en despidos masivos; con la pérdida de las condiciones laborales para los trabajadores; con el desprecio a la dignidad del empleo y una precariedad que paradójicamente ha aumentado la competitividad y la resignación. Que preocupante reconstrucción del país con este talante de las grandes empresas enrocadas en sus cúpulas y sus cálculos. Lo mismo que con la tendencia a redireccionar gran parte de los trámites administrativos hacia el Rubik de internet, provocando más desigualdad con la brecha digital a la hora de desenvolverse en los laberintos software. Es el principio del proletariado digital, de la vigilancia hipodérmica para saber qué pulsa nuestro dedo en las pantallas, de la robotización cada más implantada y de la adecuación emocional y psicológica hacia una sociedad en la que será más fácil que los Estados muten hacia sistemas más autoritarios.

No tienen peso las artesanales palabras de las ideas. Conocimiento, ética, progreso, igualdad, independencia, solidaridad, compromiso, trabajo, medio ambiente, talento, justicia, compañerismo, trayectoria, utopía€Cada una educó a varias generaciones en la reivindicación de posibilidades y formaron parte de diferentes revoluciones. La mayoría han sido reseteadas o denigradas a abalorios de tiendas de segunda mano, y entre todas la verdad es la que más se ha desconfigurado. Esta semana ha vuelto a demostrarlo la fotografía en Cachemira del niño Ayaad de tres años sentado sobre la barriga del cadáver acribillado de su abuelo, de espaldas a su muerte, igual que si estuviese cabalgando una historia que Bashir Ahmed Khan le estuviese contando. Tres versiones existen sobre el óbito: una culpa a la policía, otra a los rebeldes, la última a la fatalidad de quedarse atrapado entre dos fuegos adversarios. Ocurre lo mismo con la fotografía: ¿el niño sentó a horcajadas su improvisado duelo sobre el abuelo o alguien lo colocó de pose encima del cadáver? Nadie sabe que sucedió antes ni después del disparo de esa imagen con la que narrar una emoción con eco de contagio. Es un claro ejemplo de las múltiples verdades de una noticia según la narrativa que se quiera darle. Recuerda la polémica del miliciano abatido que siempre persiguió a Robert Cappa. Lo permitimos todo. El miedo, la confortabilidad de la evasión como estética, la explotación, el cinismo, el dominio de la mediocridad, las coartadas sin audacia, la destrucción moral de lo conquistado duramente en los últimos tres siglos. Sólo el fútbol, la diversión y la transgresión de lo prohibido nos sublevan y movilizan. También la bronca desde bambalinas, respaldada por la tribu o anónima envalentona la agresión de salpicar de rojo sangre la tumba en paz de una víctima de ETA, inaugurando elecciones.

Sólo a veces, y por eso resulta más llamativo, aparece una palabra que ingrávida o en liza nos despierta el coraje. Vikinga es la última que me ha conmovido, y con la que Isabel Pérez Montalbán vuelve a convertir sus versos en una rebelión ética y sensible del desaliento y de la esperanza, en una vocación disconforme desde la conciencia de lo vivido y la necesidad de denunciar la claudicación, la ceguera, los deterioros que admitimos. Esta escritora cordobesa no acude a los cócteles, no la mueven las vanidades por detrás o por delante. A pesar de lo mucho que los días le exijan cuesta arriba, y con la certeza de no engañarse con lo difícil de las pequeñas victorias, ella lucha y no se amedrenta ni desanima. Isabel Pérez Montalbán es una poeta en batalla. En la vida y en la palabra. Nació al sur de una huelga general, en un barrio de refugios al margen, con bloques tan idénticos como jaulas de tristeza. Abandonada por Teseo en el laberinto de la infancia, huérfana de amor junto a un río por el que Ofelia sin flores naufragó su madre, aprendió a ser rebelde con su pasado. A solas, esquivando el llanto, con el lenguaje expósito del superviviente creando mundos, respondiéndose preguntas con sombras, jugando a ser libre en los libros, en la solana y en la nieve. Su destino ha sido y es la poesía y el combate. El trabajo autónomo de mantenerse un paso adelante sin vivir por encima de sus posibilidades, sin perder la ética, el orgullo ni el rumbo frente al desenlace hostil del esfuerzo, los amores difíciles y los sueños que modifican su curso. Sus libros: Cartas de amor de un comunista, Los muertos nómadas, Puente levadizo, Siberia propia, Un cadáver lleno de mundo, son una declaración de principios, la memoria confesional y civil de muchas contiendas sin victoria. Le escribí este ramo de rosas un domingo de 2013, y siete años más tarde suena de ayer para hoy, y de hoy para mañana.

Qué escalofrío su vigencia. El mismo que producen sus nuevos poemas descarnados de las heridas piel adentro que nunca cicatrizan del todo. La de la niña que sueña ser jardinera del patio de la infancia y padece con aflicción el acoso nocturno del ogro bajo las sábanas de la inocencia. La de saberse un triángulo escaleno, con el que también me identifico, frente a las bisectrices, tangentes y el baricentro de gravedad de los triángulos en los que insisten uniformarnos en cadena. Denuncian sus versos, con la credibilidad de la experiencia y de quien se ha forjado entre valores, renuncias y contradicciones, las dictaduras financieras; lo poco que hemos aprendido del horror del infierno del que somos sus dioses; la política y el mercado con sus ferias de atracciones en 'Atlas mundial de las colonias' y en 'Éramos tan felices', esperando el subsidio o trabajando más para ganar menos. Se subleva su voz, con angustia a tamaño de persona entre las personas, contra los delitos medioambientales; el exceso de crueldades, de egoísmos y facturas que nos cobran a cambio de tan poco; la depredación del cáncer; la alcoholización del amor, y de la locura su desamparo; las rutinas que son las que nos ordenan a nosotros, cuando nos engañamos creyendo que lo hacemos con ellas. Se niega a vivir entre lo sucedáneo y la amnesia, a poner su corazón a salvo en la posición de loto. A que seamos nosotros los que descarguemos de vergüenza y culpa la sumisión de los otros. Es en los tiempos difíciles cuando nuestra actitud revela lo que no y lo que somos.

La poesía de Isabel Pérez Montalbán no cierra el puño ahogando entre las uñas la impotencia, la rabia, el dolor, el peligro que conlleva presentar agallas. Igual que no lo disfraza de cangrejo ermitaño o le brinda cualquiera de las diferentes opciones de la huida. La suya empuña las palabras, las respira hondo, las calibra con sus lecturas de lo íntimo, de lo político y de lo vivido, y las prepara para las asfixias del sol y sus espejismos, para la lluvia y sus borrascas. Su ideal es que no se hagan conversas ni confiesen ante promesas de la vida de protección social su delito, ni la clandestinidad a la que pertenecen. Se equivocan quienes definan sus versos como un catecismo ideológico, como tampoco son un revólver contra ningún sistema. Pero sí que es cierto, y yo lo celebro, que cada uno de sus libros tiene la audacia y el brío de la guerrilla contra el lenguaje que encubre la intemperie, los escombros, lo arrebatado. Una inquietante realidad del entorno, de los hechos y los acontecimientos, frente a la que ella aplica su mirada forense, limpia, profunda, sin coartadas ni concesiones. Su poesía no se rinde a lo inevitable, romántica, íntegra y vikinga es la conciencia en defensa propia de lo humano y sus dignidades.

Una extraña flor cuya belleza, armonía y tridimensionalidad está hecha con el negro hollín que nos contamina de negro los pulmones de todo. Es la magia del ikebana. Otra palabra ingrávida con la que dejar de ser fantasmas a la deriva, víctimas auto maniatadas. Quizás ese sueño nos lo conceda hoy san Vivenciolo.

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