Opinión | BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Pasión

Creo en el terrible equilibrio del tiempo. Creo en la mosca infatigable y breve. Creo en esta ansia por permanecer un día tras otro día. Creo en los besos robados a mis hijos. Creo en la mágica porción de carne. Creo en el mar y su estómago de noche. Creo en el abrazo inesperado de un desconocido. Creo en cosas en las que jamás creí, creo en cosas en las que pronto dejaré de creer. Creo en dos hermanas que en la playa se dan la espalda. Creo en un segundo con su ligera muerte. Creo en el color amarillo de la fruta y el hondo verde que arrastro con el paisaje. Creo en la cicatriz que disfrazó el dolor. Creo en el baile agónico del pez sobre la cubierta del barco. Creo en el viento, desde la brisa que acaricia el trigo a la tormenta que quiebra el árbol.

Creo en la tierra carmín que fue madre. Creo en el niño que no duerme y en el incienso en las calles y el azahar como una minúscula explosión de luz. Creo en tu cintura. En tu tobillo. En tu muñeca. En tu mejilla que es un incendio suave. Creo en vidas que van más allá de esta vida. Claro que creo en todo lo que es increíble, porque para qué queremos la razón sino es para demolerla con deseos ingenuos. Creo en la madera tallada. Creo en la lluvia que sorprende lejos de casa. Creo en cada cosa que odio, creo en cada cosa que amo. Creo en Dios, para qué aferrarme al pensamiento cuando el corazón es un ciervo que huye asustado.

Vivimos en el ciclo de los asfaltos. Vivimos en las grietas de ciudades polifémicas. Hemos olvidado que somos músculo y relámpago. Ya son vulgares hasta los aprecios. Agradezco esta Semana de Pasión, porque nos recuerda que somos algo más que esqueletos refinados. Que todos llevamos dentro una semilla divina. Y no hablo de religión, sino de sed de eternidad. Como si durante estos días nos bañáramos en un océano dulce y volviéramos a la orilla limpios, sin dudas, despreocupados; «…ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar».

De tanto elevarse hay quien ya confunde los contornos y desprecia los mapas y se sumerge en la asfixiante oscuridad de lo finito. ¿Con qué argumentos, más allá de la negación preñada de sí misma, podemos negar que una parte de nosotros ocupa espacios traslúcidos, que somos también afán incandescente? «El Universo, con todas sus pompas y con toda su hermosura, es un caos para el hombre sin fe», escribió Juan Valera sobre los Cantos de Leopardi. Quiero reencontrarme estos días con la calle que siente al unísono. Pocas veces se mezclan tan jubilosamente palaciegos y cabañeros, desalmados y santos, hermosos y marchitos, católicos y ateos, olvidadizos y rencorosos, los que tienen la vida por delante, los que arañan años a sus latidos. Pocas veces siente la tierra de esta forma primitiva y bella. Este verbo primero. Este sueño compartido. Creer, una coreografía íntima. La frágil persistencia de las flores. Prefiero el ensimismamiento del enamorado a la dureza del que cree venir de vuelta de todo. Prefiero llorar ante lo ignoto que trivializar el llanto de los demás. El sacrificio que nos salvó, que alguien velará por nosotros. Abrazado a un corazón imperceptible. Mi abuela detrás de la Virgen del Amor, con sus nietos de la mano. Mi abuela, que ya no está, aunque yo siga con la mirada su camino imborrable, desnudo y pausado.

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