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La dictadura de las minorías y el desencanto

"La convivencia implica tratar con personas cuyas opiniones difieren de las nuestras, pero resulta cansino que las demandas de minorías marquen la pauta, la agenda y el ritmo de nuestras ciudades, comunidades y país"

La dictadura de las minorías y el desencanto

La dictadura de las minorías y el desencanto / Gonzalo León

Gonzalo León

Gonzalo León

En la era actual, ser friendly se ha convertido en una suerte de obligación cuando te desenvuelves en cualquier esfera pública. Todo debe ser positivo, y aquel que se atreva a cuestionar o expresar desacuerdo se enfrenta al riesgo de ser ignorado o incluso marginado. En este contexto, nos encontramos ante un escenario complejo donde el sistema, en su afán por complacer a las minorías, ha adoptado protocolos surrealistas que parecen priorizar la satisfacción de estos grupos en detrimento de la mayoría.

En España, esta dinámica se manifiesta a nivel local, regional y nacional, generando situaciones que invitan a la reflexión. Futuros gobiernos precarios sostenidos por exigencias de pequeños grupos que, de alguna manera, tienen el poder de dictar quién debe gobernar. Ejecutivos atados por acuerdos con minorías poco populares, como extremistas, independentistas y nacionalistas. Hemos visto gobiernos eficientes en la gestión, pero pendientes de cuestiones irrelevantes o a un ayuntamientos donde figuras serias debieron lidiar con personajes más propios de una comedia que de la política.

Es cierto que la convivencia implica tratar con personas cuyas opiniones difieren de las nuestras, pero resulta cansino que las demandas de minorías marquen la pauta, la agenda y el ritmo de nuestras ciudades, comunidades y país. Aunque el sistema lo permita, ¿es justo, respetable y satisfactorio? La respuesta es ambivalente, ya que, legalmente aceptable, puede considerarse un despropósito, injusto y, en muchos casos, frustrante.

Cambiar este panorama parece ser una tarea ardua. El sistema, diseñado de manera que los cambios significativos son difíciles, beneficia a quienes lo controlan. Además, aquellos que abogan por el cambio, al llegar al poder, a menudo repiten los patrones establecidos. En este escenario de segregación de lo normal y común, nos vemos obligados a soportar manifestaciones ridículas a diario. Desde la generación de necesidades que solo justifican a quienes las defienden hasta el uso desmedido de elementos comunes para propósitos pervertidos.

Históricamente, hemos sido testigos de políticos que cambian de postura según sus conveniencias, como Aznar admitiendo hablar catalán en privado para asegurar el apoyo necesario. Estos comportamientos dejan al ciudadano medio, aquel que no es rico pero tampoco pobre, en una posición incómoda. Este ciudadano vive con una cuenta corriente al límite, pagando por todo, contribuyendo a la sociedad sin obtener prácticamente nada a cambio y pedaleando para que después su sudor inunde las arcas de los que tienen en su mano la llave de poder de los degenerados más ególatras.

El ciudadano medio trabaja arduamente, centra su vida en ello y busca mejorar sus condiciones. Pero este sector de la población, educado en la cortesía y la paciencia, se ve marginado en la toma de decisiones. Su voz raramente se escucha, a pesar de ser la columna vertebral económica del país. El sistema actual prioriza a las minorías, olvidando que, sin el respaldo de la mayoría, no hay recursos ni estabilidad.

En este contexto, las manifestaciones ridículas que deben soportar diariamente los ciudadanos medios son innumerables. Desde la creación de necesidades absurdas hasta el uso indebido de elementos comunes, la minoría impone su narrativa sobre la realidad, transformando la irrealidad en una verdad aceptada por repetición.

En conclusión, nos encontramos en la dictadura de las minorías, donde el ciudadano medio, lejos de protestar abiertamente, vive su descontento en silencio. La tiranía de lo políticamente correcto y las demandas de grupos minoritarios marcan el compás de una canción que el ciudadano medio subvenciona sin abrir la boca. Aunque el sistema actual pueda considerarse legal y respetable, la injusticia persiste, generando un sentimiento de frustración entre aquellos que contribuyen de manera significativa al país. En última instancia, la democracia debe recalibrarse para asegurar que la voz de la mayoría, ese ciudadano medio, sea escuchada y respetada, evitando así caer en la dictadura de las minorías que hoy en día parece prevalecer.

La idea de que un prófugo de la justicia tenga influencia significativa en las decisiones políticas, especialmente para garantizar el apoyo a un gobierno, va a generar una profunda desconfianza en el sistema y sus líderes. La mayoría de ciudadanos normales y corrientes lo ven ya como un ejemplo de cómo los intereses individuales, incluso aquellos que se encuentran al margen de la legalidad, pueden pesar más que el compromiso con la transparencia y la justicia, erosionando así la confianza en las instituciones democráticas.

Los problemas puntuales son de largo recorrido en esta ocasión y el daño causado a la credibilidad y confianza de la gente hacia los partidos políticos quedarán patentes en el tiempo. Y supongo que no importa, porque lo importante es mandar. Pero por el camino se quedan muchas cosas. Como la vida y compromiso de muchas generaciones que creyeron y lucharon por un sistema que se va a tomar viento en un pis pas.

Parece que hace muchísimo, pero todavía hay gente que nació en el 36 del siglo pasado. Y muchos más que estaban vivos antes del 75. Y otros tantos que vivieron los primeros pasos de una democracia tan sólida como queramos que sea.

La caca de perro y el barro tienen el mismo color. Puede incluso que una textura similar. Puedes hacer estructuras con ambas cosas. Al secar, una será sólida y resistente. La otra seguirá siendo eso. Mierda. De lo segundo nos estamos hartando la gran mayoría. Para que le salgan las cuentas a uno. A un fenómeno. A un fuera de serie. Qué gran desencanto. Y qué decepción. Viva Málaga.